Si esto no nos gusta, está
bien, pero no se pueden desconocer las leyes económicas, ni tampoco se debería
denunciar a priori una actitud machista deliberada como su causa. Sí se puede
en cambio luchar contra las leyes de los parlamentos que con ánimo de
discriminación positiva obliga a los empleadores a tener que discriminar
negativamente. También se podría luchar contra la extendida costumbre de que en
la educación familiar se suela alejar a las niñas de las carreras que
tradicionalmente gustan más a los hombres, o incluso de fomentar por igual en
niños y niñas la importancia de un equilibrio apropiado entre la familia y la
profesión. En fin, no tiene por qué ser un tema de machismo, ni de presuntas
diferencias en cuanto a las capacidades o éticas del trabajo entre hombres y
mujeres, sino una respuesta espontánea de la sociedad frente a asumir los
riesgos en cuanto a una diferencia de la productividad, que es inducida por
patrones culturales tradicionales y por una regulación discriminatoria que
suele ser puramente ideológica y que tiene los resultados contrarios que la
motivaron.
Los temas que plantean las
investigaciones sobre las diferencias en ingresos y tipos de actividad laboral
entre hombres y mujeres son muy válidos. Tanto por ser muy interesantes como
temas de estudio, como por el hecho de que mucha gente identifica las
diferencias observadas como un problema social. Sin embargo creo que, como con
muchos otros temas sociales, este es uno que tiende a politizarse por la gran
sensibilidad en torno a él y los muchos votos que puede generar cualquier
iniciativa que, aunque no resuelva el problema o incluso lo agrave de forma
indirecta en el largo plazo, nominalmente proclamen solucionarlo.
Mi calificación de
“supuesto” problema es en un sentido muy especial, en ningún caso se motiva en
intentar negar el fenómeno, sino por cuestionar su calificación como problema.
Y es que en cuanto al tipo de soluciones que generalmente se plantean, casi en
su totalidad: (1) no reconocen las
causas que originan este fenómeno (y por tanto no las atacan); (2) no se termina de aclarar por qué este
fenómeno es efectivamente un problema (en vez de más bien una condición
natural que tal vez no nos guste); y, tal vez lo más grave, (3) no identifican cuáles serían las
verdaderamente problemáticas consecuencias no deseadas de la adopción de muchas
de las políticas con las que se pretende “resolver” el problema (muchas de
ellas rayando incluso en la ingeniería social).
En el primer aspecto, muchas veces el complejo conjunto de causas
del fenómeno termina siendo caricaturizado, por políticos de izquierda y
feministas mayoritariamente, como una actitud machista generalizada imperante
en la sociedad. Si bien algo de esto lamentablemente existe, especialmente en
ciertas culturas, no creo que hoy en día en nuestras sociedades sea una
tendencia con un impacto comparable a que, por fuerza de ley, se encarezca a
todos los empleadores de una jurisdicción el contratar a una mujer frente a un
hombre. Si por influencias culturales (que existen) y por realidades biológicas
(que también existen) es más probable que, en igualdad de todas las demás
circunstancias, una mujer abandone su trabajo temporal o definitivamente para
dedicarse a la vida familiar, siendo la tendencia económica que la remuneración
corresponda a la productividad esperada, la consecuencia es que al ser la mujer
percibida como potencialmente menos productiva, tenga una remuneración menor a
la de su par masculino para compensar esto. Que un empleador decida pagar lo
mismo a un hombre que a una mujer con exactamente las mismas capacidades, es
porque decide asumir plenamente el riesgo de una menor productividad en el
segundo caso. Esto sucede e incluso podría incentivarse a través de la presión
de los consumidores (“sólo compre de empresas solidarias con la igualdad de
género”), pero a nivel generalizado no parece ser una tendencia que pudiera extenderse
de forma generalizada, en especial si los consumidores tienen que pagar mucho
más de lo que están dispuestos para apoyar ese modelo empresarial. Si sostener
arcaicos valores machistas puede ser una causa, la actual legislación laboral
en la gran mayoría de los países también lo es, así como también lo son la
asimetría en la selección de profesiones, el rol tradicional de hombres y
mujeres en la familia y en la actividad económica, la diferencia en cuanto a
tolerancia de riesgos o esfuerzo físico, etc. Reducirlo tan sólo a una actitud
machista deliberada y generalizada, obviando el resto de las causas, es tan
simplista e inconsistente como la teoría de la lucha de clases marxista.
En el segundo aspecto, pareciera que se descartase desde un primer
momento que, si efectivamente los hombres y mujeres somos distintos desde una
perspectiva biológica hasta una de carácter más socio-cultural (que podría
cuestionarse, pero siempre con cautela evitando caer en reduccionismos y
evitando despreciar el conocimiento social existente en la tradición), entonces
esto pudiera producir que, bajo un esquema de división del trabajo, ciertos
empleos puedan ser más productivos a cargo de hombres que de mujeres y
viceversa. Es decir, si evidentemente no nacimos iguales y no fuimos criados
iguales, tiene sentido que no todo el mundo sirva igualmente para todo. Esto,
que sin distinguir en cuanto a género, es la base de la división del trabajo en
cualquier sociedad asentada en intercambios voluntarios, podría extenderse al
tema de género si acaso fuera posible identificar rasgos característicos
comunes entre todos los hombres por un lado y todas las mujeres por el otro en
una sociedad. Y estos rasgos en alguna medida diferenciadores entre hombres y
mujeres tendrían un componente biológico y otro cultural. Y dentro del
componente cultural podríamos a la vez distinguir entre aquellas que cumplen
una función social y aquellas que no. Las que cumplen una función social son
positivas porque sostienen el actual modelo social exitoso frente a la menos
exitosa alternativa en caso de no tenerlas (por ejemplo que algún progenitor
preste más atención a la gestión familiar). Aquellas que podríamos calificar de
negativas serían las que no permiten o bloquean la transición hacia un modelo
social aún más exitoso que el actual (pareciera claro que prohibir a las
mujeres ir a la universidad). Si el proceso de evolución social eliminara a
estas últimas, cabría preguntarse ¿es realmente un problema que individuos
distintos hagan aportes distintos a la sociedad y por tanto sean recompensados
de forma distinta? Parece claramente un caso particular de la más general
desigualdad (material) de la que tanto provecho saca la izquierda
electoralmente. Pero que si lo analizamos desde una perspectiva científica, es
decir dejando de lado juicios de valores, tampoco se sostendría como un
“problema” sino como una obvia realidad, que puede no gustarnos como no nos
gusta el no poder teletransportarnos. Puede que no nos guste que el x% gane
mucho más que el y%, pero esto sólo significa que la sociedad valora más el
aporte (y el tipo de aporte) que hace el x% frente al que hace el y%. Ante esto
habría dos opciones, reducir la desigualdad haciéndonos a todos un poco más
pobres, o aceptar la realidad y dejar que los más pobres sean cada vez más
ricos, independientemente de cuánto más ricos se hagan los ricos. Este caso es
similar.
Al desvestir el tema de
juicios de valor, y una vez desechados aquellos aspectos que utiliza la
sociedad para asignar roles y trabajos pero que no cumplen una genuina función
social (por ejemplo que sólo sea la mujer que limpie y cocine la casa), es
posible percatarnos de que si el mercado laboral percibe diferencias inherentes
entre hombres y mujeres, es sólo natural que esto se traduzca en división del
trabajo y en diferencias de remuneración. Tal vez el problema esencial sea que
estas diferencias percibidas hoy no se corresponden con las diferencias legítimas
biológicas y culturales, sino que respondan más bien a principios que no
cumplen una función social y que por lo tanto deberían ser purgados. Y esto es
lógicamente un tema de valores que debería solventarse desde la educación (no
desde el gobierno). Por ejemplo corregir que aún conservemos costumbres atávicas
que predispongan el desarrollo de talentos y preferencias y la asunción de
roles en función del sexo. Que por cierta predisposición cultural que no parece
tener mucho sentido los padres compren muñecas a sus hijas y Legos a sus hijos,
reduciendo las posibilidades de que descubramos que el talento y la preferencia
para muchos (o tal vez todos los) roles, no tienen nada que ver con diferencias
biológicas o culturales positivas de género. Pero debe entenderse que de ser
esto así, lo legítimo es atacar las causas en el ámbito correcto (el privado,
en la familia y en la comunidad) y permitir que se revelen en el largo plazo
las posibles diferencias reales entre hombres y mujeres en el ámbito laboral y
familiar; y no que dada la situación actual se obligue al desconocimiento de
diferencias que de hecho existen (biológicas o las inducidas culturalmente,
legítimamente o no) que tienen de hecho un impacto en el desempeño laboral de
hombres y mujeres hoy en día. De llegar a darse este escenario ideal, sin
distorsiones producto de la legislación y abandonando criterios que no cumplen
una función social, cabría preguntarse si sería un problema que descubriésemos
que hombres y mujeres se desempeñan de forma distinta en distintos roles
familiares y laborales y que la sociedad así lo reconoce favoreciendo una
particular división del trabajo que tome en cuenta el género como factor de
influencia. ¿Consideraríamos esto un problema? ¿Le atribuiríamos la etiqueta de
feminista o de machista y nos empeñaríamos en cambiarlo?
En el tercer aspecto, las políticas de igualdad de género, así como
las que supuestamente tratan de reducir la desigualdad material, tienen mucho
en común en cuanto a que suenan muy bien en una campaña electoral, por la
sensibilidad y poca reflexión de los votantes, pero terminan generalmente
agravando el (supuesto) problema que se quiso explotar políticamente y
generando verdaderas desigualdades e injusticias en su periferia. Si partimos
de dos supuestos: (1) que por una
realidad biológica (innegable) y por un tema cultural (en alguna medida
cuestionable), resulta que se percibe generalmente a que las mujeres conllevan
un mayor riesgo de ser menos productivas para un mismo trabajo; y (2) que por otra parte, hay una oferta
asimétrica de hombres y mujeres para distintos trabajos, producto posiblemente
también de ambas caras de la moneda (la biológica y la cultural); podemos
entonces analizar las consecuencias indeseables de algunas políticas típicas
que en principio suenan muy bonitas en campaña electoral. Por ejemplo, si por
ley decretamos que para un mismo cargo hombres y mujeres deben recibir la misma
compensación, incentivamos al empleador (que percibe como potencialmente menos
productivas a las mujeres para un cargo particular) a que contrate a menos
mujeres porque cree que estaría pagando lo mismo por una menor productividad,
dejando así a muchas mujeres sin empleo. Si en cambio obligamos entonces a que
exista un mismo número de mujeres que de hombres en una empresa (¿en el mismo
cargo? ¿Y si no se necesitan números pares de personas en cada cargo? ¿Se
obligaría a tener a múltiplos de dos personas por cargo?... la regulación
podría ponerse tan absurda como se quiera…), al verse forzado el empleador a
pagar por lo que percibe será menos productividad, entonces será menos rentable
su negocio y posiblemente tendería a bajar los salarios que ofrece a todos por
igual para poder mantener una ganancia. Además si el empleador percibe más o
menos productivos a hombres o mujeres para un cierto cargo, y se le obliga a
contratar a un mismo número de cada uno de ellos, siempre percibirá que en
algunos casos paga más por algo que no obtiene, o podría llegar incluso a no
poder aumentar su nómina por ser incapaz de encontrar a suficientes hombres o
mujeres para un cargo, cuyo ejercicio goza de desigual preferencia según el
género. Y al no poder pagar más a mujeres por trabajos en los que hay poca
oferta femenina (o viceversa), no podrá corregir esta distorsión (es decir,
incentivar a más mujeres u hombres a dedicarse a algo que no suele gustarles
por ofrecerle mayor remuneración). Si en cambio decidimos por ley dar
beneficios laborales a las mujeres para que puedan dedicarse a tener hijos y/o
a criarlos, estaríamos oficialmente aumentando por decreto su costo laboral a
la vez que reduciendo su productividad, el resultado sería, como en el primer
caso, mayor desempleo femenino. Si en cambio igualamos por ley los beneficios
laborales a hombres y mujeres que tengan hijos, es decir llegando a dar incluso
baja pre y post parto, de lactancia, etc. a los hombres que serán padres,
entonces el incentivo sería que se contraten menos personas casadas, en edad o
con la intención de formar una familia. Este análisis puede hacerse tan extenso
y exhaustivo como se quiera, no sólo a nivel laboral sino también en cuanto a
la educación. Toda legislación tiene beneficios inmediatos aparentes, pero
costos ocultos a largo plazo que no se analizan ni mucho menos se publicitan en
una campaña electoral. Vale acotar que en muchos casos la oposición tampoco se
empeñaría en resaltar los costos de estas políticas sostenidas por sus
adversarios, ya que perderían votos por ser impopular o políticamente
incorrecto el hacer notar estos efectos nocivos. Tenderían entonces a emularlas
para intentar arrebatarle votos a la competencia de ese pedazo del electorado
tan sensible como poco reflexivo sobre estos temas.
¿Cuál es la solución? Primero ser sensatos en cuanto a si el
problema es o no un verdadero problema y si lo fuera, determinar con precisión
en qué aspectos y en qué medida. ¿Vamos a darnos por satisfechos sólo cuando
haya un equilibrio perfecto en cada rol, en cada empresa, a cada nivel? ¿Creemos
honestamente que esto es posible? ¿O en algún punto estaremos dispuestos a
decir: “hmmm cómo que sí somos distintos y esa diferencia puede expresarse en
infinidad de formas”? En este paso deberíamos poder identificar actitudes
genuinamente machistas, que no cumplen una función social, y corregirlas
mediante presión social (educación y rechazo de actitudes nocivas), pero no con
una “policía de la igualdad”.
En segundo lugar
deberíamos deshacernos de toda regulación discriminatoria, positiva o negativa,
que incentive o desincentive contratar de acuerdo al género. Y dejar que la
libertad y la competencia hagan el resto. Ningún empleador podrá competir
manteniendo posturas absurdas de discriminación extraeconómicas de cualquier
tipo. Eventualmente cambiará de opinión o será sustituido por otros que no lo
hagan (y que por no hacerlo serán más exitosos) y la sociedad aprenderá y
enseñará qué tipo de discriminaciones son un sinsentido. Además la presión de
los consumidores podría tener también un impacto importante. En el camino
descubriremos si en algunos roles los hombres y mujeres somos efectivamente
distintos y cuál debe ser la remuneración (pecuniaria en el ámbito laboral o de
reconocimiento social en el ámbito familiar) para cada caso. Y tendremos que
vivir con ello, como yo mismo vivo con el hecho de que es improbable que me
convierta en modelo, cantante de rock o babysitter o que en alguna de estas
profesiones pueda hacerme rico. Es decir, descubrir si la preferencia de
estudiar ciertas carreras o de contratar para cierto cargo a un género en
específico, no era una discriminación en su connotación negativa, sino el
aprovechamiento de ventajas competitivas asociadas al género, a la vez que
desechar aquellas distinciones que sí probaron ser discriminaciones en un
sentido negativo e insostenible por no asegurar el éxito del modelo social que
espontáneamente se generalice.
Tercero, vamos a analizar
con sensatez los valores con los que educamos a nuestros hijos. Los valores
tradicionales tienen un gigantesco cúmulo de conocimiento social que
seguramente incluye, sin darnos cuenta, las soluciones a buena parte de estas
cuestiones y por esto tienen un incalculable valor (superior a cualquier
alternativa racionalista diseñada explícitamente por algún grupo de sabios, o
en su defecto por políticos con intereses), pero eso no significa que no puedan
actualizarse a través de la experimentación con nuevos modelos en novedosas
circunstancias sociales. Pero esto debe hacerse espontáneamente dentro de la
sociedad, no forzado desde el gobierno. Porque entonces no sería
experimentación social tendiente a seleccionar naturalmente las mejores
tradiciones en cada momento sobre aquellas que probaron ser menos apropiadas.
Sino que sería una imposición artificial desde el poder político que no nos
permitiría descubrir cuáles son las mejores tradiciones porque se nos prohíbe
desde un primer momento experimentar con ellas. Hacer ingeniería social (imponer
a la fuerza un diseño racional de sociedad) pasa por creer que se tiene tanta
razón en cuanto a lo que se quiere imponer, que es legítimo usar la violencia
para hacerlo. La experimentación social en libertad en cambio pasa por
abandonar esta arrogancia, aceptar que ningún planificador tiene todas las
respuestas ni los grados de certeza como para imponerlas con violencia desde el
gobierno, y dejar a la gente que experimentemos, nos equivoquemos y que demos
por nuestra propia cuenta con las respuestas correctas en el largo plazo. En el
camino se cometerán injusticias, por supuesto, pero por el mero hecho de no
cometerlas sistemáticamente a través de la fuerza desde el poder político con
regulaciones que sólo tienen un buen resultado electoral o que son producto de
la arrogancia intelectual de un planificador, siempre serán menos costosas en
términos humanos y habrá muchas más alternativas para evadirlas y corregirlas.
Luis Luque
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