viernes, 2 de diciembre de 2016

Una oda al dinero


Pocas cosas son tan vilipendiadas de forma tan universal como el dinero. En cualquier misa de domingo es común escuchar en el sermón –un poco antes de pasar la cesta de la colecta- apasionados reproches a la vileza de este elemento omnipresente en cualquier sociedad. No es de extrañar esta actitud y mucho menos después de las controvertidas expresiones del Papa Francisco: "Son los comunistas los que piensan como los cristianos"; "Las empresas no deben existir para ganar dinero"; “El dinero nos aleja de Dios, quita la fe”.

Pero no son estas actitudes exclusivas de unos líderes espirituales de la mojigata y moralista religión que yo mismo profeso. Se extiende casi sin excepción hacia todos los círculos intelectuales, políticos y mediáticos. El profesado asco por el dinero, su denuncia como un cáncer social y la ilusión por que deje de existir, lo enarbola orgullosa desde la celebridad que recibe un premio, hasta el futurista escritor de ciencia ficción. Así hacen también el poeta y el filósofo, quienes además de encontrar al dinero pueril e incompatible con sus elevadas ambiciones intelectuales, lo condenan como un vulgar, cotidiano y repugnante lastre que nos condena a nuestras debilidades materiales. Extraña que estos mismos personajes se alteren tanto por el hecho de que cualquier imbécil pueda ser millonario, mientras ellos parecen estar condenados a la pobreza, a pesar de que sus obras serían claras muestras de la grandeza del espíritu humano.
                                                      
Esta mala fama del dinero es tan miope como injustificada. No tengo ninguna duda de que, si se comprendiera a profundidad el origen, la evolución y en especial la tremenda utilidad social del dinero, los más sensibles artistas del planeta le dedicarían poemas y sinfonías; y los líderes religiosos de la humanidad se maravillarían al contemplarlo, por reconocer en él una espectacular muestra del plan divino. No exagero ni un poco, sólo puede comenzarse a darle el mérito que se merece, al afirmar que el dinero es la institución social por excelencia. El dinero es el catalizador de virtualmente cualquier cooperación humana que sea posible y por tanto de toda acción civilizatoria. No sólo una sociedad compleja como la nuestra sería impensable sin dinero, sino que ninguna civilización con un tejido social de cierto alcance y profundidad, es decir, cualquier sociedad humana relevante en los últimos milenios, podría haber existido sin el dinero. Sin dinero seríamos un puñado de primates aislados en pequeñísimos grupos, sumergidos en la pobreza y que ocasionalmente nos encontraríamos para guerrear. Nos reuniríamos en muy contadas ocasiones, para pelearnos por alguna presa o, en el mejor de los casos, para intercambiar las más elementales y simples mercancías, apenas suficientes para nuestra supervivencia. La aparición del dinero permitió a la humanidad romper las primitivas barreras y así impulsar la compleja y pacífica cooperación social y, por tanto, la civilización.

La sociedad actual adolece de muchos sesgos que contribuyen con la extensión de esta generalizada actitud de odio al dinero, la que además es incentivada desde posiciones políticas e ideológicas tan equivocadas como interesadas. Tal vez el más relevante de estos sesgos sea la reinante confusión entre “medios” y “fines” al juzgar las acciones propias y de otros. Así, viene siendo habitual la obsesión por los medios, por ejemplo, al afirmar que las armas de fuego serían malas (no las intenciones homicidas), las drogas terribles (nunca la debilidad del adicto), las redes sociales peligrosas (nunca las actitudes que tenemos unos con otros), Dólar Today un instrumento del terrorismo (nunca la irresponsable inflación monetaria del chavismo) y el capitalismo, naturalmente, un vil instrumento para la corrupción humana (jamás las demandas de los consumidores por cierto tipo de productos banales o viciosos). En una actitud más cercana a la del niño que golpea amargado la mesa en venganza por haberse tropezado con ella, los seres humanos tendemos a exteriorizar la mayoría de las cosas que no nos gustan de nosotros mismos, sólo para no tener que cargar con la culpa de revisarnos introspectivamente. De esta manera, tiene todo el sentido del mundo que erróneamente se le atribuya injustificadamente al dinero –presente en casi toda transacción humana, bien sea directa o indirectamente- todo lo que aborrecemos de nosotros mismos, pero que no tenemos la fortaleza de afrontar directamente.

Tendría el dinero la culpa del materialismo, de la ambición desmedida, del egoísmo, de la explotación, de los crímenes, de la estupidez y la crueldad humana. Culpando así al medio humano por excelencia, exoneramos a todo fin reprochable o mal habido de quienes usan dicho medio para propósitos que éticamente pudieran ser legítimamente condenables. A veces ni siquiera nos paramos a pensar en que la motivación de quien hace cosas reprobables por (o con) dinero, o que se desvive por conseguirlo a toda costa y sin ningún miramiento, no lo hace de hecho por el dinero mismo, sino por lo que puede conseguir a cambio de este, por la sensación de seguridad que tenerlo brinda o por evitar tener que esforzarse, como todos los demás, a ganárselo día a día tan solo para asegurar su supervivencia y un mínimo de comodidades. Todo esto suele pasar por debajo de la mesa cuando nos apasionamos con la simplista falacia de que el dinero es malo para la sociedad. Una cosa no puede ser mala, mucho menos algo como el dinero. Son las intenciones y actitudes de las personas que utilizan estas cosas como medios, lo único que puede ser moralmente reprobable. Pero estas intenciones pasan a un segundo plano, por la facilidad de criticar al dinero en sí y por quienes interesadamente promueven, con fines políticos, una absurda propaganda de difamación a esta gran institución social. Pareciera más bien que el fetiche por el dinero lo tienen, en primer lugar, quienes caen en el error de condenarlo.

Otro sesgo que contribuye al fanatizado y extendido odio al dinero, es la falta absoluta de comprensión de la naturaleza de este, así como de muchas otras fundamentales instituciones sociales, y su determinante función social. Esto creo que tiene que ver con la forma en que históricamente la humanidad ha ido comprendido la realidad que nos rodea. Antiguamente el hombre acudía a la divinidad para justificar fenómenos que todavía no alcanzaba a comprender racionalmente. Esta actitud fue paulatinamente revirtiéndose hasta llegar al punto de no retorno de la ilustración. Ya Dios no hacía falta, la razón podía explicar todo lo que antes aparecía oculto tras el velo de la ignorancia y que hasta entonces había requerido de causas místicas para su comprensión. La triunfante razón humana comenzaba a desvelar todos los antiguos misterios. Y los avances de la tecnología, junto a la revolución industrial, nos permitieron transformar el mundo para nuestra comodidad, con proezas que unos años atrás habrían parecido trucos de magia. Así llegamos hasta hoy, un momento en el que nos hemos vuelto un tanto arrogantes en cuanto al alcance de la razón humana, sospechando que lo que aún no hayamos descubierto o comprendido plenamente, será sólo cuestión de tiempo hacerlo. Pero en especial, hemos sido víctimas de la ilusión de que todo lo que nos rodea y nos parece útil, si no es un producto de la naturaleza –ahora suficientemente comprendida- debe ser entonces el producto del diseño deliberado de alguna inteligencia humana. Esto, que  desde un punto de vista filosófico ha sido una gran equivocación y que entre otras cosas ha evitado que tengamos una mejor comprensión de lo social, nos ha llevado además a cometer terribles errores políticos con injustificables costos humanos.


Para comenzar a comprender la importancia del dinero, es imprescindible entender cuál es su naturaleza. Podríamos intentar clasificar todas las cosas que tengan algún significado para nosotros en dos grandes categorías bastante evidentes: lo natural y lo artificialLo natural podríamos definirlo como el producto de la interacción de fuerzas físicas sin la intervención humana. Unas fuerzas que al menos en sus interacciones más elementales podemos llegar a comprender. Algo que nos bastaría al menos para ofrecer principios de explicación de fenómenos complejos que tal vez nunca, por su complejidad y su inmanejable número de variables, podríamos llegar a explicar o modelar exhaustivamente de forma determinística. A pesar de esto, lo “natural” sería un ámbito bastante dominado por la razón humana, así no sea capaz nunca de ofrecer cualquier nivel de detalle sobre un fenómeno de cualquier grado de complejidad. Lo artificial, por otra parte, es producto consciente y deliberado de una inteligencia humana. Es algo diseñado y fabricado por un ser humano para cumplir con un propósito anticipado por su creador. La tecnología nos ha permitido crear cosas artificiales que antes ni imaginábamos y que muy probablemente no se habrían dado en la naturaleza sin la intervención humana.

El problema es que no todo lo que no es “natural”, tampoco es necesariamente “artificial”. Y aquí viene la dificultad y lo hermoso de la naturaleza del dinero. Entre lo natural y lo artificial existen una buena cantidad de cosas que no pueden ser clasificadas estrictamente en alguno de estos extremos. Cosas que si bien no son producto de la naturaleza, sino de la acción humana, sin embargo no fueron explícitamente diseñadas por nadie para cumplir con el propósito o ejercer la función que terminan asumiendo. Este es el caso del dinero y en general de las instituciones sociales como la moral, el derecho y el lenguaje. Estas instituciones no fueron pensadas o diseñadas por nadie con el propósito de cumplir con las importantes funciones sociales que han brindado a la humanidad. No son otra cosa que actitudes humanas que definen patrones de comportamiento generalizados, que surgieron espontáneamente a lo largo del tiempo, como el producto de muchas acciones deliberadas hacia infinidad de otros fines particulares y que no perseguían, en ningún caso, el objetivo de crear dichas instituciones, ni mucho menos anticipaban todas sus futuras funciones y ramificaciones.

Así el dinero no fue “inventado” por nadie, simplemente surgió a lo largo de la evolución cultural humana, para terminar cumpliendo una función social vital que nadie anticipó y sobre la que posiblemente, la plena comprensión de todas sus implicaciones, escape a la razón humana. Este tipo de instituciones sociales como el dinero, la moral, el derecho o el lenguaje, terminan creando órdenes espontáneos, unos órdenes sin plan previo alguno, sin un diseño preconcebido, pero que permiten el funcionamiento de toda la sociedad. Son a su vez el producto evolutivo y el sostén de la compleja civilización que disfrutamos. Y para maravillarnos, resulta que son este tipo de instituciones –las que surgen espontáneamente y evolucionan sin que exista detrás una inteligencia diseñadora y planificadora- las que mayor importancia tienen para nuestra civilización de seres dotados de una gran capacidad intelectual capaz de tremendos logros. El sostén de toda la civilización está dado por estas complejas normas y pautas de comportamiento que no fueron pensadas para ello por nadie, sino que, sin quererlo o planearlo,  simplemente surgieron, evolucionan y se transmiten de generación en generación. Son, en pocas palabras, los pilares de un orden “natural” colectivo, no intencionado, producido por accidente a raíz de muchas acciones individuales y deliberadas dirigidas a otros fines. El dinero es uno de estos portentos orgánicos de la civilización humana.


Es comprensible que a la justificada arrogancia de la razón humana, le cueste comprender y aceptar que los elementos más determinantes de la vida social, no son el producto de un previo y cuidadoso diseño deliberado en manos de unos grandes sabios. En otras épocas tales maravillas habrían sido atribuidas al diseño divino (a lo natural) y todos tranquilos. Pero lo que más molesta hoy es más bien que no puedan ser atribuidas al diseño humano consciente (a lo artificial) y no sólo eso, sino que nuestra inteligencia no pueda terminar de comprenderlas a profundidad o determinar su futuro curso evolutivo de forma controlada. Requiere una gran muestra de humildad intelectual, reconocer que estas instituciones vitales para la auto-organización de la sociedad, son el fruto de una serie de “accidentes” evolutivos, que terminaron configurándolas como las conocemos e influyendo de manera decisiva y profunda en el resto del complejo entramado de relaciones sociales. Y que sólo de forma retrospectiva podemos apenas comenzar a intuir el rol que juegan estas instituciones, su importancia y muy a grosso modo las causas de sus especiales particularidades. También le cuesta comprender y reconocer a la vanidosa mente del intelectual o político moderno, que la ingeniería social –el pretender rediseñar artificialmente estas instituciones o diseñar otras ex novo que las reemplacen- conlleva imprevisibles trastornos a largo plazo a lo largo y ancho del complejo entramado social que la harían prohibitiva.

Teniendo más clara la naturaleza del dinero, podemos empezar a comprender su evolución y las principales funciones sociales que esta institución social trajo consigo. El dinero permitió a las débiles y pobres comunidades de humanos primitivos, convertir eventualmente la gran diversidad de necesidades, talentos y circunstancias, en una amplia y compleja estructura de cooperación social, de división y especialización del trabajo y del conocimiento, que terminaría por beneficiar de forma inimaginable a todos los miembros de la comunidad.

Podemos recrear especulativamente las circunstancias en las que nació algo que se convertiría eventualmente en lo que conocemos hoy como dinero. Podemos imaginar en los difíciles tiempos primitivos, en la original condición de pobreza de la humanidad, cuando primaba la lucha contra los elementos para la supervivencia y todos los individuos dedicaban prácticamente todo esfuerzo en sobrevivir, que en escasos escenarios se daba la circunstancia en la que a alguien le sobrase algo que podía de ser utilidad a otro, a quien, por otra parte y afortunadamente, también le sobrase otra cosa que el primero podría valorar. El ingenio humano de algún emprendedor de la época, seguramente habría sido suficiente para ocurrírsele que, si como alternativa a hacer la guerra e intentar quitarle al otro lo que necesitaba –a riesgo de que la empresa resultara mal, por ejemplo con su muerte- se proponía en cambio intentar cooperar con el otro y hacer un intercambio amigable, el resultado podría ser más beneficioso y, en especial, menos arriesgado. Así podría haber comenzado el intercambio voluntario, la renuncia a la agresión como modo de vida y la bienvenida a la cooperación entre distintos individuos, grupos familiares o clanes. Tal vez con el trueque interfamiliar, habría surgido la semilla de lo que luego con suerte evolucionaría como otra de las instituciones sociales más importante: el derecho. Al generalizarse estas prácticas e ir mutando según las particulares circunstancias históricas, se irían perfilando, por ejemplo, lo que hoy conocemos como la propiedad privada y los contratos.

Pero volvamos a lo que nos interesa. Ese primer gran paso para la cooperación humana –el reconocimiento de una especie de propiedad del otro, de su control sobre la misma y de los beneficios mutuos del intercambio voluntario y pacífico en lugar de la agresión- que representaría el trueque, tendría obvios obstáculos que serían evidentes a la larga. El primero y más evidente de ellos era que debía darse la circunstancia de que, justamente lo que me sobrara a mí, fuese valorado por alguien más, a quien, por suerte, justamente le sobrase lo que yo necesitaba. Esto –que los economistas modernos llaman el problema de la doble coincidencia de necesidades- representaba una importante dificultad en el camino de una más intensa y compleja cooperación humana. Ni hablar de la inconveniencia de pretender intercambiar dos gallinas por tan solo media vaca…

Podemos volver a imaginar a otro emprendedor de la época, tal vez unas pocas generaciones luego de que se popularizase el trueque, que intuyera una muy buena idea. Que le podía beneficiar aceptar en un trueque algo que no necesitara directamente, pero que sí podía imaginar que muchos otros sí necesitarían y que, por tanto, le sería relativamente fácil encontrar a una tercera persona que aceptara aquella mercancía “intermedia” por lo que él en efecto necesitaba desde un principio. Es decir, aquél emprendedor tendría dos gallinas y querría fruta, pero a sabiendas de que resultaba complicado encontrar a otro a quien justamente le sobrase algo de fruta y deseara gallinas, decidió aceptar en cambio algo de leña. La leña era muy popular, la usaba todo el mundo, y tal vez pensando en eso y a pesar de no necesitarla, en un acto de genuina empresarialidad, decidió apostar a que alguien con fruta con mayor probabilidad preferiría la leña a las gallinas. Tal vez pensaría antes de la arriesgada transacción, que la leña era una mercancía valorada por muchos por su utilidad, luego tal vez se daría cuenta además de que se podía dividir más o menos a conveniencia y que si tenía cuidado y no la mojaba, seguramente le duraría un buen rato (a diferencia de la gallina) hasta poder encontrar a alguien que se la aceptara a cambio de fruta. Es fácil imaginar que esta novedosa estrategia tuviera éxito y que el emprendedor la repitiera en muchas ocasiones y que otros comenzaran a copiarle al ver las conveniencias de la nueva moda. Tal vez no sólo con leña, sino también con algunas otras mercancías de entre las que surgiría eventualmente la más conveniente. Una que terminaría por ser valorada además de por su utilidad ya conocida, mucho más porque se descubrió que resultaba bastante útil también como un medio de intercambio. Habría sido cuestión de tiempo para que una práctica así se generalizara, al estar a la vista de todos los obvios beneficios de empezar a hacer las cosas así, al tener una disposición los hombres a hacer lo que hacen los demás, al percatarse de que haciendo eso, podían aumentar la frecuencia de sus transacciones y que esto aumentaba la diversidad de mercancías a su disposición y la posibilidad de colocar sus sobrantes. Tal vez el análisis de esta nueva costumbre no llegaría entonces a que fueran conscientes de que con esta práctica, podían ahora satisfacer más y mejor sus necesidades y podían dedicar el tiempo y recursos ahorrados a otras actividades que antes no contemplaba. Como suele ser típico con estas instituciones sociales, las utilizamos casi inconscientemente, por imitación y sin siquiera ser conscientes de cómo nos benefician indirectamente más que en lo inmediato. Pero al hacerlo, los grupos humanos que la adoptaran tenderían a ser más prósperos y más influyentes, extendiendo eventualmente sus prácticas a otros grupos.

Es razonable asumir que algo así sucediera, probablemente de forma independiente en muchas comunidades. Es posible aceptar que esta práctica se popularizara y se convirtiese en un estándar de facto y que en aquellas comunidades privilegiadas con una nueva ventaja competitiva, comenzase a ser habitual que algo como la leña sirviera de medio de intercambio generalmente aceptado. Así surgiría el dinero, es decir, esta nueva actitud humana que comenzaba ahora a compartirse de forma generalizada, hacia una conocida mercancía que tendría utilidad, además de por sus usos habituales, ahora por ser un medio de intercambio. Los registros arqueológicos e históricos revelan el uso de muchas mercancías no solamente valoradas por sí mismas, sino además como medio de cambio generalmente aceptado en distintas épocas y comunidades primitivas. Podría ser la leña de nuestro ejercicio mental, la sal (de ahí por cierto la palabra “salario”), el arroz, el trigo, el aceite, el ganado, conchas marinas, piedras preciosas, plumas exóticas, plata, oro, etc. La nueva práctica de aceptar en un truque algo que tal vez no necesitas, pero que es comúnmente aceptado por otros, determinó que en aquellas comunidades, la actitud que sus miembros tendrían ahora respecto a aquella cosa que por accidente asumió esta nueva función de dinero, se generalizara y transmitiera a lo largo del tiempo y la geografía, al darse intercambios entre grupos humanos, antes aislados y seguramente en periódicas guerras por los escasos recursos. Eventualmente esta mercancía sería más valorada por su nueva función que por las antiguas. Así eventualmente el oro, la plata o el cobre, por ejemplo, fundamentarían buena parte de su valor en la mente de las personas, no en su utilidad como metales con ciertas propiedades útiles para muchas cosas, sino por saber que son aceptadas como medio de intercambio por otras mercancías.


La valoración que originalmente gozaba aquella mercancía que ahora fungiría además como medio de intercambio generalmente aceptado (concepto que hoy llamamos dinero), las particularidades específicas de cada comunidad humana, sus vicisitudes históricas y el descubrimiento de que los atributos físicos de dicha mercancía resultaban convenientes para este nuevo uso –por ejemplo, era uniforme, divisible, no perecedero, fácilmente almacenable y transportable, escaso, muy valorado, etc.- determinaron que, como dinero, se popularizaran a la larga ciertos tipos de mercancías y no otras. Muy seguramente en ningún momento hubo necesidad de una reunión tribal, un decreto del chamán del pueblo, un gran plan político o una intervención razonada de los líderes del grupo, para estandarizar esta práctica o acordar que una cierta mercancía sería utilizada como dinero. Simplemente el reconocimiento de la conveniencia de esta costumbre, de una moda que nadie previó que tendría tal alcance, pero que resultaba sorprendentemente conveniente adoptar de forma generalizada, terminaría creando en las mentes de las personas, una nueva actitud por esta novedosa utilidad que ahora descubrían en aquella mercancía que ahora llamarían (y utilizarían como) dinero.

Con el surgimiento del dinero, de forma imprevisible, ahora la cooperación humana –el intercambio voluntario y pacífico de mercancías y servicios, el comercio- podría alcanzar niveles insospechados. Ya aquella familia, clan o tribu a la que se le daba especialmente bien sobrevivir pescando, podía intercambiar sus sobrantes poco valorados por este grupo, por otras extrañas y nuevas mercancías foráneas indirectamente a través del dinero. Ya no estarían limitados a que los productores de otras exóticas mercancías desearan obsesivamente pescado, ni que fueran sus vecinos inmediatos para poder llegar a los mismos antes que el pescado comenzara a oler de forma sospechosa. El uso de dinero como una mercancía intermedia, amplió exponencialmente los horizontes de estas pobres y aisladas comunidades y les invitó a acercarse y a establecer vínculos unas con otras, al permitirles el acceso a bienes y servicios que antes no disfrutaban, pero que ahora podrían surgir por la nueva facilidad en el comercio. Satisfechas las más elementales necesidades vitales y ahorrada, además, una buena cantidad de tiempo que antes era usada, o bien en la autogestión para producir todo lo que fuera más elemental para la supervivencia –sin importar en qué se era un experto productor- o en la búsqueda del trueque apropiado, ahora habría tiempo para el ocio y para ambiciosos proyectos a largo plazo. Ahora habría espacio para que el ejercicio de otros talentos, cuyos descubrimientos podrían transformarse en nuevas cosas y servicios que fuesen merecedores de la valoración social. Ya no de la pequeña tribu sino de vecinos cada vez más lejanos y en muchos casos incluso desconocidos.

El surgimiento del dinero habría producido una especie de micro-globalización en la época. Habría representado nuevas oportunidades para reiterar que la diversidad humana, de necesidades, talentos y circunstancias materiales podrían, mediante la pacífica y voluntaria cooperación a gran escala, devenir en un complejo y extenso entramado social de división y especialización del trabajo y del conocimiento, formado por multitud de relaciones recíprocas entre gentes que probablemente ni siquiera se conocerían en sus vidas, pero que ahora se beneficiarían mutuamente. Hay que detenerse un momento para comprender este gigantesco salto de la humanidad. Es necesario visualizar cómo habría cambiado la vida de una persona en una pequeña comunidad humana aislada, condenada a dedicar todo su esfuerzo a la mera supervivencia y sumergida en la pobreza. A tener ahora la posibilidad de dedicarse a lo que mejor sabría hacer, porque gente que jamás conocería podrían valorar el fruto de su trabajo y proveerle de todo lo que necesitara, no solo para su supervivencia, sino ahora también para su comodidad, ocio y para sus aspiraciones más elevadas. Sólo el dinero pudo permitir este impensable grado de cooperación humana, pacífica y voluntaria, a gran escala.


Y no solo eso, el dinero facilitaría también la posibilidad de acumular el fruto del esfuerzo propio, prestarlo, o aunarlo con el de otros, lo que permitiría la aspiración a proyectos de largo plazo. El ahorro de los excedentes en la forma de dinero, permitiría eventualmente su transformación en bienes, que antes hubieran requerido la dedicación exclusiva de toda la vida de un individuo que en cambio se dedicaba a autoabastecerse lo mínimo para sobrevivir. Bienes que ahora sí podrían existir y prestar servicios que de otra manera habría sido imposibles. Más sofisticadas herramientas, bienes de producción y las economías de escala –el abaratamiento de la producción de bienes por su masificación- comenzarían a surgir y a cobrar importancia con el no intencionado fin de facilitar la vida de todos los demás seres humanos.

Sin embargo, todavía no hemos mencionado una de las más fenomenales funciones del dinero para una economía –esto es, para un extenso marco de cooperación social basada en el intercambio pacífico y voluntario, en los contratos, y no en la agresión o la guerra. Esta es la de servir de unidad de cuenta para el cálculo económico y el sistema de precios. No podía haber previsto jamás aquél cavernícola emprendedor de nuestra historia, que sería copiado una y mil veces por decidirse aceptar algo que no necesitaba sólo para facilitar una transacción y la siguiente, que su gesto habría sido la semilla del más brillante sistema –tampoco diseñado o inventado por una mente humana en particular- para la mejor asignación de los limitados recursos sociales a las cambiantes e ilimitadas necesidades subjetivas de todos los hombres.

Para poder apreciar correctamente esta función del dinero para el sistema de precios y el cálculo económico, es necesario pasar antes por lo que en la economía moderna se entiende como el problema económico. Este fundamentalmente consiste en cómo asignar unos recursos limitados y escasos, a una inmensa variedad de fines de los individuos de una sociedad. Esto se complica justo al momento de reconocer que, tanto cada uno de los recursos como cada uno de los fines individuales, tienen una utilidad y una valoración que sólo existe subjetivamente en las mentes de cada uno de los miembros de una sociedad y que, además, son constantemente cambiantes. Al comprender que el valor de una mercancía no tiene está en sus propiedades objetivas, sino que el valor sólo existe en la mente de una persona, que tiene una naturaleza subjetiva y arbitraria, que no es ni medible, ni observable, ni tampoco ordenable en una escala de valoración universal, el tamaño y alcance del problema económico cobra una nueva dimensión. Cómo decidir entonces si el recurso A, que es considerado útil para los fines a, b, c y d, es o no más valioso que el recurso B que se utiliza para los fines b, e y f. Esto, de cualquier forma posible, llevaría a infértiles intentos de comparación como el siguiente: ¿valen socialmente más 100 zapatos, 20 cepillos de diente, 10 vacunas o 3 enciclopedias? En vista de que no hay un “valorímetro” o una escala de valor universalmente válida para todo hombre y circunstancia –no en vano poco vale un diamante en el medio de un desierto sin comida ni agua, o el aire no vale lo mismo en Caracas que en la luna, o no vale lo mismo un único tomate que el tomate número 600- es imposible que un planificador de un grupo formado por tan solo un puñado de personas, pueda recopilar toda la información necesaria para asignar los medios a los fines sin ser necesariamente arbitrario. Una persona puede individualmente y en un instante dado, saber si ella misma valora una cosa más que otra. Pero no puede un observador externo decidir objetivamente para un número de individuos, sin ser arbitrario, qué necesidades complacer de quienes, quitando así recursos que podrían satisfacer otras necesidades de otros. Esta es la magnitud del llamado “problema económico”. Y la solución a dicho problema en todo momento, no la ofrece un economista o un gobernante, sino la sociedad toda a través de los complejos y dinámicos procesos de mercado.


En un mercado libre, con propiedad privada e intercambios voluntarios, donde las cosas que sean susceptibles de ser mercadeables por los hombres, se pueden intercambiar por una determinada cantidad de dinero, surgen los precios libres y la posibilidad de cálculo económico. Acá es oportuno aclarar que la expresión “precio libre” es una redundancia, ya que todo precio es necesariamente libre (producto de un acuerdo voluntario entre las partes), de otra forma sería sólo una cifra arbitraria sin significado social alguno. El precio, denominado en unidades de dinero, que surge en un mercado a través de la concurrencia de ofertantes y demandantes, resulta ser un contenedor de importantísima información para los individuos, pues reflejan, en un momento dado, una especie de valoración social global de una mercancía. Esta valoración se produce precisamente por la concurrencia de muchas valoraciones individuales que compiten por el recurso para muchos fines alternativos que son valorados de formas distintas. Cuando dos personas intercambian, sólo podemos saber que una de ellas valora más cierta cantidad de dinero (el precio) que la cosa que entrega y viceversa. Se puede abusar y decir que en realidad no estarían revelando su valoración de dicha cantidad de dinero en comparación con aquello que se intercambia, sino que la comparación de valor es entre lo intercambiado y aquello que creen que podría obtenerse indirectamente por esa cantidad de dinero. Así, el dinero permite determinar costes, mediante sucesivas comparaciones indirectas, caer en cuenta de aquello a lo que se estaría renunciando al comprar o producir una cosa, o en sentido contrario de lo que se estaría ganando al vender esa cosa. Esta transacción permite asignar un número objetivo, indirectamente relacionado a lo que antes era inmensurable por terceros, las subjetivas valoraciones individuales. Pero además conecta de alguna forma la valoración subjetiva individual de una persona por una cosa, con la forma en la que la sociedad lo cotiza, valora o aprecia. O más apropiadamente, con la manera en que otros individuos, interesados y que compiten por dicha cosa para usos alternativos, la valoran a su vez.

Este número mágico que viene a ser el precio de una mercancía –que cambia además constantemente, tanto por la variación de las valoraciones subjetivas de la gente, como por el hecho de que el mismo dinero, al ser una mercancía más, tiene un valor en la mente de los hombres que cambia también de forma dinámica de acuerdo a muchas circunstancias- es la única guía posible para que las personas se coordinen entre sí en una sociedad extensa y compleja. Para que actúen e intercambien, aprovechen y se sacrifiquen, y para que cooperen los unos con los otros, en función no solamente de sus necesidades individuales, sino indirectamente en función de las necesidades de los demás y la disponibilidad de los recursos por los que compiten, una información que se sintetizan indirectamente en los precios. Esto permite que nos disciplinemos y nos orientemos de acuerdo a las necesidades de otras personas que no conocemos y en función de unas circunstancias lejanas e indirectas que tal vez no podríamos conocer jamás en su totalidad. Toda esta información está sintetizada en un precio y así el sistema de precios nos permite a todos coordinarnos sin darnos cuenta. El mismo nos mueve a no desperdiciar algo valorado por otros y a trabajar en función de las necesidades de nuestros congéneres, al producir lo que creemos que estos más valoran. Este sistema maravilloso sólo es posible con dinero y con intercambios voluntarios en un mercado libre basado en la propiedad privada.


Pero de forma especialmente importante, el dinero y los precios afectan no sólo aquellas cosas materiales que son susceptibles de compra y venta. Sino que también afectan indirectamente también al resto de las facetas humanas no materiales o no comerciables. Pues nos permite hacer comparaciones, por ejemplo, sobre qué debo renunciar si decidiera dedicar mi vida a cultivarme espiritualmente, o a la enseñanza, o a ser un arriesgado empresario. No todo puede tener un precio, pero partiendo de lo que sí puede tenerlo, es posible que nos alineemos con relativa facilidad a las necesidades sociales y a enmarcar en estas nuestras propias apetencias y aspiraciones. Los precios en dinero, nos dan la posibilidad de que manejemos algo más de información, para aquellas decisiones en otros ámbitos humanos en donde lo que queremos no se consigue en ningún mercado a ningún precio. El dinero nos hace libres al permitirnos decidir nuestro plan de vida por nosotros mismos en el marco de una sociedad en la que necesitamos de los demás para llevar a cabo nuestras aspiraciones y estos necesitan de nosotros.

El cálculo económico, posibilitado por el dinero y el libre mercado, permite tener una buena idea de cuánto se contribuyó a las necesidades de los demás y de cuántos recursos se tomó de la sociedad para hacerlo y para uno mismo. La ganancia o el beneficio empresarial, es mucho más que una simple ambición de mecánicos empresarios que persiguen el lucro como fin. Es habitual que –dada la incomprensión inherente a la naturaleza de estas instituciones sociales espontáneas, evolutivas y sin diseño deliberado- exista una especie de velo que no permita ver más allá de lo evidente, ni mucho menos apreciar las extensas y profundas implicaciones de cada gesto asociado con dichas instituciones. Un beneficio empresarial, reflejado así en la contabilidad de una empresa (otra práctica o lenguaje empresarial no inventado por nadie en particular), nos confirma el éxito social de la empresa en su esfuerzo de intentar satisfacer las necesidades de otros, haciendo un uso eficiente y efectivo de los escasos recursos sociales, que tendrían infinidad de usos alternativos que compiten directa o indirectamente por ellos. La pérdida empresarial en cambio, nos habla de un fracaso de la función social de una empresa. Que los costos sean mayores a los ingresos, esto es que haya pérdidas, nos revela un uso inapropiado de los escasos recursos sociales, al intentar satisfacer unas necesidades en vez de otras que eran valoradas más urgentemente y que competían también por aquellos recursos que fueron derrochados en el proyecto fracasado.

Todo lo aquí relatado es tan solo una pequeña muestra de la enorme e inimaginable función del dinero. Una institución social que sólo puede maravillarnos y ser objeto de alabanzas y fascinación. Una institución sobre la que decir lo mismo que afirmaba el economista F. A. Hayek sobre el sistema de precios: que si hubiese sido inventado por alguien en particular, sería considerado seguramente como una de las invenciones más geniales de la humanidad. Pero ante el hecho adicional de que no fue preconcebido por nadie, sino que surgió como parte de un orden espontáneo, evolutivo y no planificado por ninguna inteligencia, es simplemente maravilloso. Sólo una muy equivocada propaganda –originada con toda probabilidad en una muy deficiente incomprensión de los procesos y las dinámicas sociales, o en los oscuros y antisociales intereses de políticos e intelectuales que, paradójicamente, dicen ser defensores de “lo social”- podría atreverse afirmar algo distinto a lo que aquí he esbozado muy torpemente.


Así el dinero no es ni siquiera una cosa, es una actitud humana hacia una cosa, sea esta un pedazo de papel, una pieza de metal, un saco de trigo o en el futuro tal vez un abstracto objeto informático criptográfico. El dinero es tan solo la idea de que entre los usos habituales de una mercancía, por los que ya es valorada por muchos otros hombres, está principalmente el hecho percibido de que además sirve esta como un medio de intercambio que es aceptado de forma generalizada.

Observando lo que es el dinero hoy en día, tal vez surjan varias razonables confusiones: ¿Cómo es que un papelito en mi billetera con la cara de algún gobernante muerto es una mercancía? ¿Cómo es que hablamos de una institución social espontánea y evolutiva si su devenir está marcado por las decisiones de un puñado de burócratas en la oficina de algún banco central? Pero para responder a estas preguntas, haría falta otro escrito tan extenso como este, que pudiera ilustrarnos acerca de cómo la ingeniería social de alcance global liderada por políticos; la distorsión artificial de muchas de las  instituciones sociales como el derecho y por supuesto el dinero mismo; y los privilegios cedidos por el poder político a poderosos grupos económicos; pueden explicar no sólo qué es lo que han hecho con el dinero hasta llevarlo a la distorsionada versión que conocemos hoy. Sino además, arrojar luz sobre cómo estas ilegítimas distorsiones a unas instituciones sociales a medio camino entre lo natural y lo artificial, han producido a gran escala, y con un muy importante impacto en la vida de todos, devastadores efectos, por ejemplo en la forma de inflación y recurrentes ciclos económicos de auge y recesión.

Pero incluso con la limitada, controlada y distorsionada versión del dinero que conocemos hoy en día, sus funciones continúan siendo simplemente maravillosas. Y de tener algún aspecto negativo, este podría rastrearse con total seguridad, como intentaré ilustrar en otra ocasión, a la intervención ilegítima y artificial por parte del poder político, sobre esta invaluable institución social.

Luis Luque

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