Es muy frecuente
que, en cualquier discusión económica, política o filosófica que trascienda lo
estrictamente superficial, cuando un liberal hace un argumento a favor de la
libertad en cualquier ámbito, algún interlocutor le responda echando mano de la
mediocre y abusiva falacia del hombre de paja, es decir, en la típica forma de
“O sea que tu dejarías que la gente…” seguido de alguna afirmación que
cualquier persona con un mínimo de sentido común encontraría automáticamente
inaceptable. El objetivo, claro está, no es el de considerar, ni mucho menos
intentar refutar, el argumento específico que hace el liberal sino más bien
tergiversarlo deliberadamente y ponerlo en la posición de que se pronuncie, a
la vez que se sugiere en forma de denuncia que aquél estaría de acuerdo, acerca
de algún exagerado escenario post-apocalíptico en el que la sociedad
involucionó hasta una desenfrenada orgía de excesos, borracha en la “libertad”
que supuestamente estaría defendiendo “radicalmente” el liberal.
Personalmente en
casos como estos he escuchado y leído de todo. Desde los clásicos “O sea que
cada persona debe vivir sola en una isla”, hasta los más coloridos “O sea que
está bien que alguien mate gatitos por diversión”, pasando por supuesto por que
entonces estaría bien drogar niños, que habría que fomentar la prostitución,
que todo el mundo debería tener un rifle semiautomático en casa o que se
debería dejar morir a una persona que no tenga dinero.
Muchos enemigos
de la libertad –y no poco menos gente incauta que se ve muy influenciada por la
inmensa y ubicua propaganda de aquellos- suelen arrojar estas demagógicas
pseudo-reducciones al absurdo ante cualquier argumento favorable a la libertad que
tenga que ver con el empoderamiento del individuo y que sea contrario a seguir
expropiando competencias a la sociedad para alimentar de todavía más funciones
y poder al hipertrofiado Estado. Tal vez el origen de esta práctica se deba a
la progresiva y continuada corrupción del término “libertad” que –si bien lo
más probable es que no haya comenzado como una conspiración lingüística a gran
escala- es obvio que, hoy por hoy, es alimentada consciente y deliberadamente
por una sucesión de políticos, intelectuales, artistas o, en general, por
reconocidos influenciadores o creadores de opinión pública, en diversos ámbitos.
Con el objeto de servir como instrumento mediocre y de gran deshonestidad
intelectual para favorecer sus ideales e intereses particulares. Para ellos, por
un lado es conveniente seguir manoseando el término “libertad” por tener aún
fuertes conexiones emocionales en la mayoría de la gente pero, otras veces,
cuando quien usa este término lo hace para contrariar alguna postura de quien
se ofende, lo más conveniente es denunciarla entonces como alguna forma de radical
libertinaje antisocial.
Cuando los
liberticidas atacan el tipo de libertad que defiende un liberal, lo usual es que
la reconduzcan a algo parecido a la definición de Rousseau, quien consideraba
que la civilización misma, empezando por la moral, eran las cadenas con la que
la sociedad corruptora sometía al “buen salvaje”. En este sentido, cuando un
liberal habla de libertades debería ser atacado por pretender volver a un
estado de salvajismo anárquico, en este caso ya no tan bueno, en el que como
todos somos “libres” no sería posible sociedad alguna. Este sería el extremo
libertino con el que frecuentemente se ridiculiza cualquier argumento liberal que,
por supuesto, nada tiene que ver con aquél concepto de libertad.
Como dije antes,
esto no evita que los enemigos de la libertad usen a su favor el término
“libertad” y de hecho se enorgullezcan de ser sus primeros defensores. Eso sí,
la acepción en este caso se referiría a una libertad en el sentido de “poder
hacer”. Con esta interpretación sostendrían cosas como que una persona “no
sería libre” si no puede comprar una casa, costearse estudios universitarios,
una conexión a internet o desafiar principios tradicionales (claro, sólo los
que ellos decidan que son malos). Y que si la solución a una supuesta “falta de
libertad” en este sentido pasara por utilizar la fuerza para obligar a otra
persona –por ejemplo a costearle con su dinero honestamente ganado, la casa,
los estudios o la conexión de internet, a otro individuo- entonces eso no sólo
no sería contrario a la libertad, sino que sería bueno y se llamaría
progresismo. Ilustrando sin querer la idea de cómo el lenguaje puede guiar la
interpretación del contenido de un mensaje, las libertades que defiende un
progresista serían libertades “positivas” (“te doy para que puedas…”). Una
especie de libertad 2.0 muy superior, dirían, a la arcaica libertad “negativa”
(“no te impido hacer…” y “no te obligo a…”) que defienden los liberales. Así,
pues, la noción de denunciar que hombres armados arbitrariamente impidan a
otros hacer algo que no hace daño a nadie más o que los obliguen a hacer algo
que no desean, sería algo pasado de moda, tanto como los liberales. Y no sólo
este principio sería arcaico, sino que cada vez que salga a relucir es una
ocasión para ser ridiculizado con la fórmula “¡Ah bueno pues! O sea que la
gente haga lo que quiera, incluso… [Ponga acá la peor caricatura que se le
ocurra]”. Este lema pareciera ser la preferida herramienta multiusos de quienes
sin pudor se dedican constantemente a atacar la libertad “negativa” la mayoría
de las veces, como para no quedar tan mal, en nombre de la libertad “positiva”.
Es decir, atacar la verdadera Libertad para favorecer un sistema perpetuo de
clientelismo político buenista, en donde el gran rector de la sociedad sean
ellos o algún grupo favorable a sus particulares creencias.
No hay que tener
una mente genial para poder anticipar lo que eventualmente le sucederá a una
sociedad que consienta que su gobierno, cuya obligación debería ser más bien la
de defender las verdaderas libertades de sus ciudadanos, tenga en cambio la
política expresa de violarlas para poder ofrecer a sus partidarios “cosas” que
de otra forma les costarían a estos suerte, talento, trabajo y disciplina
conseguir. Los humanos tenemos una irresistible tentación de conseguir lo más
con el menor esfuerzo y, por otro lado, de usar cualquier poder que tengamos en
beneficio propio. Y si un sistema de estas características no sólo es
consentido, sino que es elevado a “ideal” de organización social, el camino
hacia la tiranía absoluta queda despejado y todos los beneficios producto de la
cooperación social en libertad (verdadera) quedan en peligro.
Bastante más
difícil es, en cambio, precisar y comprender la esencia del significado de la
verdadera Libertad que defienden los liberales. Como diría Cachanosky: Si Juan
tiene derecho a que le den una casa eso significa que Pedro tiene que pagarla,
nunca me explicaron de dónde salen el derecho de Juan y la obligación de Pedro.
Al menos desde que la esclavitud fue formalmente abolida en el mundo, mucho más
intuitivo que intentar justificar lo anterior es sin duda aceptar la noción de que
habría que prevenir, o de otra forma castigar, si Juan roba a Pedro. Es así
como se garantiza tanto la libertad de Pedro como la de Juan y no obligando por
la fuerza a uno de ellos que resuelva las necesidades del otro. No es esto un
tema de “egoísmo” –otra arma arrojadiza de demagogos y sofistas- es una
cuestión de Derecho. No entenderlo así corrompe no sólo a la Libertad, sino
también a la Justicia y otro tanto al genuino altruismo, que es por necesidad
voluntario y no requiere en absoluto a un intermediario político, apoyado con
el poder de las armas del Estado, para llevarse el crédito de la transacción. Y
es que la verdadera Libertad tiene que ver con la ausencia de coacción
arbitraria que con la falta de normas. De hecho, la expresión política
libertaria más “radical”, el anarco-capitalismo, no es contraria a la
existencia de normas sociales (e.g. defensa de la vida, propiedad, contratos),
sino a la existencia de un gobierno (al menos tal y como los conocemos hasta el
día de hoy). Mucho menos contrario a la concepción de una sociedad regida por
normas podría ser un liberal clásico minarquista que se limita tan sólo a
abogar por un gobierno mínimo.
Al salir de la
esfera de la ética y adentrarnos en la de la política (en el sentido clásico
del término), parece que las ideas de normas y coacción (obligación mediante a
amenaza o el uso de la violencia) son inseparables. Que un grupo social se base
en la existencia de normas en alguna medida implica la obligación de cumplirlas
y esta obligación sugiere la posibilidad de algún tipo de coacción, la cual se
vería legitimada precisamente en función de aquellas normas. Esto acota el
problema de definir la Libertad con alguna precisión. Por lo menos al reducirlo
al problema de responder cómo, en Libertad, deberían ser esas normas, de qué
tipos serían, cuál sería su origen y quién las haría cumplir. Para el liberal
tanto las normas como la coacción son admisibles y necesarias para el orden
social, pero sólo en cuanto a que ambas, normas y coacción, sean compatibles
con la libertad. Tal vez la idea del imperio de la Ley o, parafraseando a
Cicerón, la noción de que sólo podemos ser libres si somos esclavos de la Ley,
podría acercarnos al punto que trato de explicar. Sería un absurdo concebir un
ideal de orden social en el que todos tuvieran la “libertad” de robar,
esclavizar y matar, pero también lo sería uno que no previera el uso de la
fuerza para contener a aquella minoría antisocial que pretendiera robar,
esclavizar y matar al resto. En este sentido es que para ser libres debemos
obedecer la Ley y, simultáneamente, sólo podemos admitir una Ley que nos
permita ser libres.
Hoy, por
desgracia, ante la triste y peligrosa mutación de la democracia –que empezó
correctamente como un medio y terminó siendo malentendida y erosionada como un
fin en sí misma- y frente al resurgir de las pasiones autoritarias y
totalitarias que tanto se aprovechan de lo anterior, muy probablemente el
concepto de “Ley” requiera como nunca antes ser entendido correctamente y, en
nuestro caso más concreto, algo inevitable para poder entender la Libertad de
los liberales. En pocas palabras, la Ley no es un instrumento para la construcción
de un ideal social, es, por el contrario, un fruto del devenir social.
Por lo general la
idea de que se puede escoger el orden social tal y como se elige una marca de
desodorante o, en el otro extremo, que tal o cual “modelo de sociedad” es el
absolutamente correcto y debe ser implantado a toda costa, además de ser ambos
incorrectos, comparten por igual una visión instrumental de la ley como medio
para ordenar a los ciudadanos alinearse con el proclamado objetivo social de
alguna élite política, religiosa, intelectual, económica o de cualquier otra
índole. Lo anterior es independiente de cómo los propulsores de los distintos
“modelos de sociedad” lleguen al poder –es decir, cómo obtengan la capacidad de
escribir “leyes” y hacerlas obedecer mediante la violencia estatal- bien sea
que lo hagan mediante una revolución violenta o por la vía democrática. También
lo es en cuanto a que el grupo promotor esté formalmente en el poder o que utilice
desde fuera los mecanismos de la democracia para cabildear y conseguir sus
objetivos de forma indirecta negociando los servicios de algún político como si
de cualquier mercancía se tratasen. Es tan irrelevante como que el conocimiento
de “el modelo” correcto venga por inspiración divina, el más puro ejercicio
intelectual, el simple capricho o algún egoísta interés. De igual forma nada
tiene que ver con la bondad, la virtud o la preparación intelectual del
planificador ni tampoco con lo maravilloso que parezca ser el estado final de
la utopía prometida.
En cualquier
caso, los distintos modelos sociales diseñados y propuestos con el fin de ser
impuestos a todos por la fuerza, no dejan de ser construcciones intelectuales
necesariamente arbitrarias y basadas en los prejuicios, preferencias e
intereses de sus promotores. Y el uso de la “ley” para estos fines no implica
en absoluto su legitimidad. Basta con recordar que la esclavitud, el apartheid
en Sudáfrica, el segregacionismo en Estados Unidos, las leyes de Nuremberg de
pureza racial de la Alemania nazi, las ejecuciones de homosexuales y la
esclavitud de las mujeres en ciertas partes del mundo musulmán hoy, así como buena
parte de los medios usados para alcanzar y consolidar el poder del chavismo y
destruir la democracia venezolana, fueron “legales” en sus respectivas
latitudes, épocas y sistemas jurídicos.
La concepción que
presuponen estos movimientos de la ley y el orden social son irremediablemente
incorrectas. El orden social no se diseña, ni se elige, ni se construye como un
collage en el que cada pedazo pretenda hacer feliz a algún grupo, más bien evoluciona
orgánicamente. La Ley se “descubre” en aquél, no se redacta en un acto creativo
de un tirano, un grupo de sabios benevolentes, o unos representantes más o
menos electos con el consenso de los ciudadanos. La Ley es tal vez la más
importante institución social de todas las que se van precipitando poco a poco en
el fondo de la larga evolución de la experiencia humana. Es a la vez un
producto de la civilización y el sostén de su complicadísimo orden espontáneo.
Nada tiene que ver la Ley con cualquier legislación que redacte un puñado de
funcionarios, ni tampoco tendría nada que ver con el hipotético producto de que
todos los miembros de una sociedad fueran admirablemente ilustrados y se
pusieran de acuerdo para diseñar con ella una sociedad perfecta. Ningún acto
intelectual humano podría anticipar todas las particularidades y casuística de
la actividad humana futura en el contexto de la interacción social como para
diseñar con algún objetivo en mente algo que cumpliera con las funciones de la
verdadera Ley. Sólo la interpretación de las normas que van surgiendo a lo
largo del dilatado proceso de experimentación social, la identificación de las
más elementales y su observación como principios generales del Derecho que continúan
evolucionando y siendo rellenados en sus detalles, es todo lo que humildemente
cabría hacer en este caso. Jamás la inmensa arrogancia de pretender diseñar el
funcionamiento de una sociedad. Todo lo que un gobierno debería hacer es
proteger estos principios generales que acotan la correcta conducta de los
individuos de una sociedad, en la forma de prohibiciones de ciertos tipos de
conducta que han probado ser antisociales pero jamás en la forma de “permisos”
para practicar aquellos tipos de conductas favorecidas por el poder político.
Son estos principios generales, no diseñados por nadie sino descubiertos por
los juristas, los que delinean la Libertad del ser humano. Es la Ley, ciega,
igual para todos, que nunca debe ser escrita con el objetivo de que favorezca o
perjudique a un determinado grupo, sino que es descubierta e interpretada, en
cuanto sea evidentemente clara, por expertos en Derecho que no tengan otro
prejuicio en mente que el de descubrir las normas que han regido en el pasado a
la experiencia humana exitosa, la única que debe ser considerada como verdadera
Ley. Y sólo esta es la Ley que define nuestra Libertad la que es defendida y
sagrada para los liberales. Cualquier otra normativa que, desbordando a esta o,
peor aún, que la contraríe, y que utilice la fuerza del Estado o la violencia
de cualquier otro ente similar, colectivo o individual, para hacerla cumplir
es, por tanto, arbitraria, genuinamente antisocial y por ende ilegítima.
Todo lo que no
esté expresamente prohibido por estos principios generales del Derecho ya
descubiertos que han sostenido y sostienen el orden social, define el campo de
la sagrada Libertad humana. Todo lo que no contraríe a este marco de –y para-
la Libertad, es terreno legítimo para la experimentación social en Libertad y
determinará la evolución futura y el eventual refinamiento de aquellos otros principios
rectores más específicos que algún día demuestren tener éxito social a la luz
de la futura interpretación retrospectiva de los juristas del mañana. Las
tradiciones, los valores, las costumbres morales, las buenas prácticas y los
modelos de negocios para resolver las necesidades humanas que no contraríen los
ya reconocidos principios generales de la Ley, coexistirán y competirán en
Libertad sin que ningún tipo de violencia pueda imponerlos a otros, para que
vayamos paulatinamente descubriendo, imitando y generalizando de forma
espontánea aquellos patrones de conducta que parezca que tengan mayor éxito
social y que a priori son imposibles de predecir, mucho menos de diseñar sin
arbitrariedad y mucha arrogancia intelectual.
Así, lo que se
enseña a los hijos en las familias, lo que prescriben las distintas religiones
y códigos éticos, las modas, las prácticas generalizadas en contratos y
asociaciones voluntarias y pacíficas, las costumbres morales de distintos
grupos sociales, siempre en Libertad –es decir, sin contrariar lo que ya hemos
descubierto en la sucesión de ensayos y errores que constituyen la experiencia
humana pasada y con el apoyo de los conocimientos de las distintas ciencias
sociales- vendrán a rellenar, todavía más, en el futuro lejano de la humanidad,
los principios generales del Derecho ya aceptados. Se irán enriqueciendo con el
descubrimiento de normas un poco más particulares que se revelen en el futuro
como que habrían sido ya beneficiosas socialmente en un sentido muy particular
y sólo posterior a su exitosa generalización en la sociedad a lo largo de
muchas generaciones.
En este contexto,
tan sólo para nombrar algunos a manera ilustrativa, temas como el matrimonio
homosexual, la propiedad intelectual, el uso de drogas recreativas, el aborto, la
actitud de los humanos hacia los animales, la clonación humana, la modificación
genética de alimentos, las soluciones a los problemas ecológicos, la
inmigración, la multiculturalidad, el problema de fondo identificado por
algunas vertientes del feminismo y las posibles alternativas privadas al Estado
como lo conocemos hasta hoy en los distintos ámbitos (como proveedor monopólico
o parcial de infraestructuras, educación, salud, justicia, funciones
regulatorias, o en definitiva la privatización de todo lo que alguna vez fue
competencia de los gobiernos), sin mayor interferencia del poder político que
exclusivamente debe hacer respetar la (verdadera) Ley, serían todas estas cuestiones
que aún quedan por aclarar. Son ámbitos en los que debe prevalecer la libre
experimentación social y no el arbitrario uso del aparato de fuerza estatal,
democrático o no, ilustrado o no, para que sólo así se nos pueda revelar en el
futuro los caminos que, como civilización, aún no hemos podido distinguir y conocer
con claridad. Toda regulación coactiva, pública o privada, en estos ámbitos aún
no resueltos en detalle, debe evitarse y de no ser posible tiene que ser hecha
con la mayor cautela y humildad intelectual y debe ser siempre compatible con
los principios generales del Derecho ya consolidados. Sólo así la competencia
entre jurisdicciones podrá revelarnos a la larga las aproximaciones correctas
en los ámbitos más novedosos y complejos. De imponerse normas en este sentido,
debería tenderse siempre a que sean de carácter general (no específico y con el
menor contenido concreto), que no estén motivadas en la anticipación de
“ganadores” y “perdedores”, y que sean siempre de carácter negativo (“no se
puede hacer tal cosa” en oposición a “sólo se podrán hacer tales cosas”).
El liberal no
aspira a imponer su “modelo de
sociedad”, sino a descubrir el que ya tenemos y que en buena parte está oculto
por violaciones sistemáticas a los principios generales del Derecho en la forma
de privilegios a grupos; por la infinidad de intervenciones artificiales y arbitrarias
de burócratas sobre la sociedad; y, paradójicamente, por el genuino caos
producto de la incapacidad o la vergonzosa indiferencia de quienes hoy se
espera que hagan cumplir la Ley y que no lo han hecho en innumerables ámbitos.
El liberal tan
solo busca que se respete lo que ya se interpreta claramente, sin lugar a dudas
razonables, como el precipitado “natural” de la evolución social hasta ahora y,
que todo el resto, es decir, estrictamente lo no prohibido por aquello, siga constituyendo
el campo de la Libertad para la experimentación social de necesario
impredecible resultado a la vez que de inimaginable potencial. Esto es lo poco
que el liberal “sabe” con algún grado de certeza y que intentamos sobreponer a
nuestros propios prejuicios, visiones, preferencias e intereses individuales o
colectivos. Sólo esto aspiramos y es sólo esto lo que defendemos: la Libertad a
toda costa. Y sólo podemos concluir que defender la Libertad es indistinto a
defender la verdadera esencia de la Ley. Sin la Ley, en este estricto sentido,
no es posible la Libertad.
Luis Luque
La imagen se trata del "ama-gi", la más
antigua representación escrita conocida del concepto de libertad en escritura cuneiforme
sumeria. Encontrada en la ciudad-estado de Lagash en una tablilla de arcilla de
unos 4.300 años de antigüedad.
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