Hay un lugar
común que dice algo así como que los pueblos necesitan pasar por eventos
traumáticos para que haya un aprendizaje colectivo que les haga alejarse de las
malas prácticas que los llevaron a esa situación. Desde que comenzamos a
sospechar de la verdadera naturaleza del chavismo, a la vez que verificamos la
insistencia necia del electorado venezolano de obviar las fatídicas
predicciones y el más inmediato empeoramiento de su realidad cotidiana, muchos nos
hemos refugiado en esta idea de la cultura popular buscando consuelo e
ilusionándonos con la esperanza de que al menos todo esto tendría algún tipo de
resultado positivo.
Sin embargo, y no
en tono de pesimismo crónico que es con lo que suele confundirse la honestidad
intelectual en tiempos difíciles, hay que reconocer que esta idea no es cierta.
Que ni siquiera tendremos ese consuelo, ese macabro premio de consolación de
que al menos se destruyó un país para que aprendiéramos cómo no volver a
destruirlo y nos vacunáramos de futuras insensateces colectivas.
Es una conclusión
ampliamente aceptada en la filosofía de la ciencia y respaldada por la
psicología y la neurofisiología, que toda observación presupone la existencia
de una especie de teoría previa. Algo que indique a nuestra mente qué buscar en
lo que se observa y que le pueda otorgar un significado, una posición relativa
en el esquema de relaciones pre-existente que llamamos mente. Sin este esquema
ninguna percepción sería posible. Creo que era Karl Popper, el prestigioso
filósofo de la ciencia que demostró el siglo pasado la imposibilidad de un
inductivismo puro en la ciencia, quien ponía un claro ejemplo para ilustrar
este punto: abría una ventana y le decía a su interlocutor: -¡Mira!... Después
de un rato este último impaciente exclamaba: -¿Qué cosa? Finalmente el primero
decía satisfecho: -¡Exacto! Ilustraba así la ingenuidad de la creencia en que a
través de la mera observación, los datos percibidos podían auto-organizarse en
la mente produciendo una teoría, una significación. Por el contrario, para la
observación se requiere algo que nos diga qué buscamos, algo que haga que
emerja algún modelo significativo ya existente para que nuestra mente lo
reconozca en lo experimentado, que discrimine entre atributos irrelevantes y
otros significativos y que al final sea lo que atribuya un sentido, que sea el
esquema en el cual y con respecto al cual coloquemos y dotemos de significación
aquello que vemos.
Esta “teoría” -en
un sentido de esquema previo de clasificación con respecto al cual se atribuye
una significación a todo lo percibido- se manifiesta en muchísimos niveles en
nuestra mente: desde una predisposición interpretativa orgánica hereditaria
para clasificar y por tanto atribuir significado a las más elementales
experiencias sensoriales, hasta la más formal y explícita teoría científica que
reemplaza el esquema intuitivo de cosas que formamos a lo largo de la vida en nuestra
mente por otro más refinado, más explícito y más correcto sobre lo que podemos
encontrar en el mundo exterior. En este amplio rango de jerarquías de “teorías” que usa nuestra mente
como única forma de interpretar la realidad filtrada por nuestros sentidos,
están todos los esquemas que usamos en nuestra vida cotidiana para ser
funcionales y adaptarnos a las imposiciones del mundo exterior. Es decir para
entenderlo y responder apropiadamente. Ahí se encuentran todos nuestros
prejuicios, nuestras preconcepciones ingenuas, toda la cultura popular de la
que hemos bebido, todo lo aprendido al interpretar la experiencia. Y el
aprendizaje no es otra cosa que reemplazar, conscientemente o no, estos
esquemas iniciales por otros en función de lo que la reflexión y la experiencia
nos vaya demostrando que sean más exitosos, o para seguir abusando del
lenguaje, más correctos. Pero esto es inevitable que se haga partiendo de la
teoría previa que dio significado a lo experimentado y que permita por ejemplo refutarla
o fortalecerla.
Cuando hablo de
“teoría” no quiero sugerir en todo caso una formal teoría científica sino todo
punto de partida para clasificar lo percibido. Tampoco sugiero en ningún
momento que toda “teoría” deba ser correcta en el sentido de que se corresponda
perfectamente con el “verdadero” funcionamiento del mundo exterior. Tan sólo que
debe existir siempre como un marco contextual para interpretar después lo que
se experimenta, porque si no, ninguna experiencia, ni ningún acontecimiento
mental es posible. Un aprendizaje correcto o exitoso sería aquél en el que la
experiencia o la reorganización explícita a través del esfuerzo intelectual, de
la reflexión, reemplace las teorías o esquemas anteriores por otros que nos
permitan adaptarnos mejor al mundo externo, que se correspondan mejor con este.
Pero mientras esto no ocurra, la realidad la seguiremos interpretando con las
teorías que ya teníamos, sean explícitas o no, sean formales o no, y muy
especialmente, sean correctas o no.
Y es esta última
afirmación la que vuelve a conectarnos con el tema de este artículo. Si creemos
que una danza indígena provoca lluvia, pero se hace y no llueve, siempre podrá
decirse, atendiendo a esa “teoría”, que la conclusión es que la danza se hizo
mal o que no la hizo un verdadero indígena. Si pensamos que el mundo es plano y
que más allá de los mares hay un precipicio, siempre se podrá explicar con esa “teoría”
que si un barco no regresa es porque se perdió al caerse por el borde del mundo.
Si un padre le dice a un niño que las escaleras mecánicas del centro comercial
funcionan con la energía obtenida de la gente sobre ellas y luego lo lleva en
la noche cuando está cerrado el local y comprueba que sin gente encima la
escalera no se mueve, la “teoría” parece explicar perfectamente el fenómeno. Si
se cree que el socialismo funciona pero que en la Unión Soviética, China, Corea
del Norte, Cuba, Venezuela, Vietnam, y un largo etcétera, no había socialismo
de verdad, entonces la idea de que el socialismo funciona permanece invicta.
Con esto quiero
decir que si no se revisa la coherencia interna de las “teorías” que usamos
para interpretar la realidad presente y pasada, si lo que se selecciona de la
experiencia no permite falsear las teorías en la medida en que la evidencia
empírica sea adecuada para hacerlo, estos esquemas incorrectos en las mentes de
las personas, seguirán dictando la forma en que se interpreta la realidad y por
tanto la manera en que ellas actúan y se adaptan al entorno (por ejemplo
votando). Esto es todavía más cierto y tiene consecuencias más importantes respecto
de los fenómenos sociales, que a todos interesan y sobre los que existen
infinidad de intereses, tanto en la gente de a pie como en los que pretenden
gobernarlos, y en la que, por la inmensa cantidad de variables interconectadas -entre
las cuales la gran mayoría no son observables, cuantificables o controlables-
la evidencia empírica es poco útil para confirmar o refutar las teorías o los
principios de explicación de estos complejos fenómenos sociales.
Entonces, pues,
mientras en la mente de la inmensa mayoría de los venezolanos dominen ideas o
teorías populares tremendamente inconsistentes, contradictorias y falsas acerca
de la realidad de los fenómenos sociales, la experiencia de estos años, por muy
terrible e inmediata que sea para muchos, no tiene por qué refutar las malas
ideas que nos trajeron hasta acá, siendo más probable que ocurra incluso todo
lo contrario. Esta experiencia sólo se evaluará incorrectamente a la luz de las
teorías previas y mientras no se revisen y adecuen estas ideas, no habrá un
aprendizaje de la experiencia en el sentido de contribuir a falsear las teorías
y cambiar los esquemas por unos mejores, sino más bien se fortalecerá a otro
conjunto de malas ideas que coexisten en la cultura popular. La culpa será de
la CIA, de la guerra económica, de Maduro, de unos tipos que no hicieron un
socialismo de verdad o de lo antidemocrático que era este socialismo.
No hay razón para
que un examen adecuado de las propias ideas con las que interpretamos nuestro
entorno y que pueda llevar a un aprendizaje exitoso, suceda en la mente de las
personas comunes que sólo se dedican a hacer su propia vida y a votar de vez en
cuando, pero es que tampoco es probable
que ocurra para los líderes políticos. Estos últimos en su gran mayoría tampoco
cuentan con teorías formales ampliamente reflexionadas por ellos mismos o por terceros,
para interpretar la realidad social, sino que se apoyan en su propio conocimiento
vulgar derivado de las mismas teorías ingenuas y contradictorias de la cultura
popular, agravado además con el incentivo de que se les premia con poder en
función de lo “simpáticas” que caigan sus ideas y propuestas en el electorado. La
otra pequeña parte del liderazgo político que sí se apoya en teorías más formales
provenientes de alguna ideología o de su formación académica, científica o
profesional, se basan en buena medida en teorías ampliamente desacreditadas en un
plano estrictamente intelectual, como por ejemplo el marxismo, o en otras teorías
sociales que no aguantan un atento examen de sus supuestos y métodos y que por
lo tanto están edificadas sobre arena movediza.
Este es el triste
panorama. Así, un aprendizaje correcto para los venezolanos sería un accidente
bastante improbable, pues esta terrible experiencia sólo refutará una parte de
los modelos teóricos falaces e incorrectos y fortificará otros que no son de
mejor calidad que aquellos y que coexisten todos en la cultura popular, pero que
tampoco se acercan nada a teorías más correctas que puedan tener alguna
correspondencia con la realidad de los fenómenos sociales. El resultado de
estos “cuarenta años en el desierto” será muy probablemente, en el mejor de los
casos, el reforzamiento de viejas ideas que provocaron las condiciones que
hicieron surgir al chavismo. Poco más cabría esperar.
El único
escenario en que podría haber un aprendizaje correcto de muchos sería si paralelamente
a la catástrofe venezolana ocurriera un serio y profundo debate intelectual,
académico y científico, o al menos ideológico, y que este permeara a las
grandes masas de los venezolanos a través de los líderes, los influenciadores y
los medios de comunicación. Sin embargo esto no está ocurriendo y no parece que
ocurra más allá de pequeños y heroicos ejemplos que apenas sobreviven en la
contracorriente y que suelen ser minimizados con insultos por impertinentes,
traidores, desubicados o contrarios a la unidad. A la gente de a pie poco
interesan estos debates de fondo –más aún distraídos en sobrevivir- y a los
líderes políticos interesa más bien no hacerlos, por saber que muy poca
distancia, si alguna, es la que separa sus ideas de las de sus adversarios,
pero sobre todo para permanecer ellos y sus electores en la ignorancia y
beneficiarse todos de una especie de ausencia de remordimiento que les permitiría
continuar con la sencillez de un debate político basado en la banalidad más superficial
propia de un reality show, en el
clientelismo, en el populismo y en elementos emocionales más que en la cruda
verdad que tan antipática y aguafiestas suele ser.
Así las cosas,
sin un aprendizaje correcto consistente en revisar los esquemas mentales de la gran
mayoría de los venezolanos, la terrible experiencia del chavismo, el pasado que
produjo las condiciones para su germinación y todo el futuro que nos espera, seguirá
siendo interpretado y luego vuelto a construir con base en malas teorías que no
nos llevarán a ningún lugar distinto.
Seguirán dominando
las falacias y éstas determinando la interpretación de los hechos, las
preferencias del electorado y los planes de los políticos. Continuarán
dominando en el imaginario colectivo de opositores y chavistas, una colección
de ideas falaces y contradictorias como: que la única alternativa al socialismo
violento y totalitario es el socialismo democrático; que como la gente es mala
debe ser controlada por un omnipotente y omnipresente gobierno formado por…. gente;
que no era peligroso un muy poderoso Estado, que los peligrosos eran estos
chavistas; que no fue Chávez sino Maduro; que como un exceso de gobierno es
malo, entonces un exceso de sociedad ¡o peor aún de mercado! también lo será,
debe funcionar como el agua, si es muy fría malo, si es muy caliente también,
mejor entonces tibia; que la sociedad es incapaz de controlar sus propios
asuntos pero en cambio es perfectamente competente para seleccionar a un grupo
que con todo el poder controle todo; que la democracia es ilimitada en cuanto a
su ámbito de competencias; que la democracia consiste sólo en hacer elecciones;
que todo lo que no me gusta deberían prohibirlo y todo lo que me gusta debería
ser un derecho y que la democracia es un instrumento para esto; que la
democracia es un mercado de favores políticos y esto está bien y que lo verdaderamente
malvado es el verdadero mercado en el que la gente trabaja, compite y es
premiada por satisfacer mejor las necesidades de otra gente; que como el
petróleo es tan importante debe ser controlado por políticos y que si ellos son
buenos entonces no terminará siendo un foco de corrupción y de financiación de gobiernos
populistas totalitarios cuya suerte no depende del bienestar de su sociedad
sino del precio del barril de petróleo; que como la PDVSA de la cuarta
república fue una gran empresa durante algún tiempo, entonces nada tuvo que ver
su eventual perversión e instrumentalización política con que fuera una empresa
estatal monopolista; que promover un referendo revocatorio es un golpe de
estado; que ser rico es malo y que ser pobre conlleva algún místico
revestimiento de nobleza; que al sospechoso mercado hay que controlarlo desde
el gobierno; que la corrupción no es consecuencia de multitud de alcabalas de
políticos en cada paso de toda actividad humana sino que se debe a la falta de aún
más controles; que acabar con la pobreza es el objetivo del gobierno; que el
problema de la política consiste en las virtudes morales y capacidades de los
gobernantes y no en sus malas ideas ni mucho menos en el aceptado rol del
gobierno en nuestras vidas; que el orden social es algo que se puede diseñar o elegir
caprichosamente sin más límite que el que imponga nuestra imaginación; que el
control de precios y de cambio es malo cuando soy oposición pero bueno cuando
soy gobierno; que los programas sociales gubernamentales o la educación, sacan
a la gente de la pobreza, nunca aquella sospechosa idea de no poner trabas a la
creación de riqueza; que lo que importa es acabar con la desigualdad, no con la
pobreza; que es una guerra económica de la burguesía y no las consecuencias
necesarias de la intervención del gobierno en la economía lo que genera miseria
y escasez; que la libertad sólo beneficia a los que tienen; que no importa la
justicia sino la justicia social; que no importa la igualdad ante la ley sino
la igualdad material; que lo que da el gobierno es “gratis” y no que tuvo que
quitarlo antes a la sociedad en forma de impuestos, inflación al imprimir más
dinero o expropiación de fuentes de riqueza como el petróleo; que la
expropiación no es mala, sino los nuevos gerentes de las empresas expropiadas;
que la intervención en la economía no es mala, sino los políticos que hacen la
planificación; que la riqueza es una torta a repartir y no una que debamos aumentar
su tamaño; que todo problema público se arregla con más controles y nunca que
los controles crean problemas y más controles sólo los agravan; que lo malo es
conseguir a sangre y fuego lo que queremos conseguir convenciendo y con
impuestos progresivos; que ante la frustración popular de no conseguirse lo que
se prometió, volvamos a buscar a un hombre fuerte que ahora sí y como sea nos
lleve a la tierra prometida; y un tan largo como penoso etcétera que tal vez
nunca podríamos terminar de enunciar completamente en la forma de una
enciclopedia de la ignorancia política, social y económica de la cultura
popular de los venezolanos y, más lamentablemente aún, de sus élites.
Luis Luque
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