¿Es el liberalismo utópico?
Muchas veces, con sorpresa, me he tropezado en alguna
conversación con la afirmación de que el liberalismo sería una doctrina
demasiado utópica. Sin embargo, mi sorpresa no se equipara a la de mi interlocutor
cuando le respondo que es justo lo contrario, que si puede calificarse de
alguna manera al ideal liberal sería más bien de sumamente realista.
En algún sentido puedo comprender cómo, en una primera
aproximación al ideario liberal, alguien pueda creer que se le esté
describiendo una sociedad utópica, que parece demasiado buena para ser verdad y
que además parecería inalcanzable.
El común de las personas dedica poco tiempo e interés a
estas cuestiones y tiene una imagen mental del mundo social muy poco sustentada
en alguna teoría social sensata, pero en exceso basada en intereses
particulares, emociones y lugares comunes de la cultura popular con dudosa
procedencia y fundamento.
Cuando en estas circunstancias se conversa con un liberal y
este echa mano de su arsenal teórico para poner en duda creencias muy comunes
sobre lo social que se consideraban correctas, convenientes y eternas, es
natural que se genere en el oyente una cierta resistencia y sano escepticismo.
De tener este último la apertura mental y la paciencia necesarias, el liberal
tendrá al menos la oportunidad de justificarle mínimamente sus naturalmente
chocantes afirmaciones.
El liberal probablemente empezará explicando cómo el estado
de cosas no es el mejor, justamente por estar basado por la fuerza en
concepciones incorrectas, arbitrarias y que arrojan resultados contrarios a los
deseados. Además explicará, en rasgos muy generales, cómo si se deja a la
sociedad la máxima autonomía, surgen procesos sociales espontáneos que permitirían
a los individuos libres coordinarse entre sí de la mejor y más rápida forma
posible, ante toda necesidad, en cada momento y circunstancia.
Explicar detenidamente el fundamento de estas monumentales
afirmaciones, desbordaría cualquier conversación de café. Tomaría más tiempo y
dedicación de lo que cualquier interlocutor promedio estaría dispuesto a
invertir en ideas tan novedosas, rompedoras y controvertidas. Especialmente si
cree abstractos y ajenos para su cotidianidad estos asuntos.
En la acera contraria, cualquier otra ideología puede
recitar una “lista de deseos” sociales, desde los más sensatos hasta los más
irreales y con algo para cada quien, hacer pasar esto como un programa político
y justificarlo con base en melosas apelaciones emocionales y eslóganes
provenientes de la cultura popular, tan bien conocidos por todos como poco fundamentados y con poco asidero en la realidad.
Es pues, esa sensación de estar oyendo un mensaje muy
esterilizado y complejo, que tal vez se asimilaría bien en un salón de clases y
que difícilmente podrá, en una conversación informal, estremecer unos
paradigmas profundamente arraigados, lo que lleva en primer lugar al oyente al
escepticismo, naturalmente.
Pero es que, como además el mensaje liberal se podría
sintetizar muy bien como: “mientras menos obligues a que la sociedad se
transforme para bien, mejor conseguirás este resultado”, probablemente el
interlocutor termine concluyendo, en el mejor de los casos, que sólo se le
presenta un bonito pero utópico planteamiento. Creyendo, entre otras cosas, que
para su consecución se requeriría no ya a gobernantes perfectos, como siempre
ha aspirado sin éxito alguno, sino ahora en cambio a ciudadanos perfectos.
Nada más lejos de lo que plantea el liberalismo.
El economista austriaco Ludwig von Mises llega a definir al
liberalismo político como la aplicación práctica de las enseñanzas de la
economía. Para entender correctamente esta afirmación, es necesario entender la
economía como hace Mises, esto es, enmarcada en una teoría más general sobre
los resultados esperables de la acción humana. Esta teoría vendría a ser la
base de las ciencias sociales. Aquellas que otro economista austríaco,
Friedrich Hayek, definiría como las disciplinas que estudian por qué surgen
ciertos órdenes o resultados sociales globales bien definidos, que no son
buscados deliberadamente, ni diseñados por nadie con anterioridad, sino que
emergen como un producto no intencionado de la superposición de actuaciones
deliberadas de muchas personas persiguiendo sus propios fines, sean los que
fueren.
Así, lo que propone el liberalismo es la puesta en práctica
del conocimiento más realista al que se pueda aspirar: un conocimiento
adquirido por medio de las ciencias aplicadas que estudian la realidad social
tal y como se nos presenta. Es decir, el fundamento de toda acción política
liberal se basaría en aquél conocimiento que podemos tener del hombre “tal y
como es” y no de “cómo quisiésemos que fuera”.
El liberalismo justifica sus políticas a partir del
conocimiento limitado pero cierto (en términos científicos), que se puede
llegar a tener sobre la realidad social. Nunca sobre un arbitrario modelo ideal
que se quisiera para la sociedad, como sí que hacen el resto de ideologías en
mayor o menor grado. Se basa en lo que se puede llegar a saber con alguna
certeza, sobre aquello que surge a partir de la interacción entre hombres que
–individualmente o asociándose en torno a objetivos comunes- buscan lo que
creen que les conviene.
Y para esto se parte de una concepción o modelo de ser
humano que lo plantea como hombre de carne y hueso (muy alejado del homo economicus de los clásicos o de
idealismos). Es decir: un agente medianamente bueno o malo; que persigue
objetivos de cualquier naturaleza, materiales o espirituales; que está
medianamente informado pero tan sólo de su entorno más inmediato; que siempre
tiene posibilidad de equivocarse; que tiene alguna modesta capacidad de
aprendizaje a partir de su propia experiencia; que puede cambiar en cualquier
momento de opinión, preferencias y valores; que puede tener cualquier
influencia moral, ideológica o cultural a la que pueda ser más o menos fiel;
etc.
Lo que más allá de la duda razonable puede enseñarnos una
ciencia de lo social así, que parte del ser humano modelado lo más realista
posible, entre otras cosas, es que de su interacción surgen sin planificarlo, las instituciones sociales: el lenguaje, los principios fundamentales del derecho,
la moral, el mercado, los derechos a la vida, propiedad y libertad individual,
etc. Estas instituciones representan genuino conocimiento social acumulado, un
conjunto de actitudes, pautas de comportamiento generalizado o normas de
conducta social, que vienen a ser simultáneamente tanto el resultado evolutivo
de la cooperación social extensa que conocemos hasta hoy, como los pilares
sobre los que ésta es posible.
Este conocimiento nos permite reconocer la naturaleza,
función e importancia de los elementos que componen el orden social tal y como
es en la realidad. Y nos permite a su vez anticipar las nocivas consecuencias
de desconocer, erosionar o evitar que continúen evolucionando estos pilares. Es
este conocimiento y nunca la visión de una utopía, el que representa la modesta
pero sólida y consistente base del pensamiento liberal y la cauta guía para su
acción política.
La defensa a ultranza de lo que ya conocemos de estas
instituciones sociales, tanto como la preservación de la libertad necesaria
para su futura evolución, en cuanto lo que aún parece que queda por descubrir,
es lo que constituye concretamente el muy realista programa político del
liberalismo. Nada más y nada menos.
Las utopías se las dejamos a los que se imaginan mundos y además se creen con
el derecho de imponérselos a otros.
Luis Luque
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