sábado, 17 de diciembre de 2016

Caso billetes de 100bs: Redistribución de la riqueza (pero al revés)


La retirada de los billetes de 100bs producirá una transferencia de la riqueza, desde los más pobres y no enchufados, hacia los más ricos y más enchufados con el socialismo. A continuación intentaré explicar por qué.

Maduro contrae la masa monetaria, abrupta y momentáneamente, expropiando (o más bien expoliando) una buena cantidad de los billetes circulantes se 100bs. Quienes no puedan canjearlos, verán cómo se les esfuma por decreto su capital. Es decir, de un día para otro hay menos bolívares en el mercado y mucha gente, especialmente los más pobres, perderá parte de su capital en el proceso.

El objetivo declarado era supuestamente perjudicar a las "mafias" en la frontera que mueven grandes cantidades de efectivo en esta denominación. Entiéndase por supuesto "mafias" no conectadas con el chavismo, las verdaderas mafias rojitas no se verán muy afectadas, no se preocupe. Naturalmente no son perjudicadas sólo aquellas "mafias", sino a la vez también una buena parte de la población, especialmente la no bancarizada y la más humilde. La que maneja altas cantidades de efectivo debido a la hiperinflación (causada previamente por el gobierno).

La retirada súbita de tanto efectivo tiene dos efectos, uno de ellos ya se ha podido apreciar. A corto plazo, ya se ha visto una caída del precio del dólar denominado en bolívares. Esto se debe a que buena parte del mercado cambiario paralelo, se realizaba en efectivo y en la frontera. Por lo que al desaparecer una buena parte de los bolívares, los vendedores de dólares o pesos colombianos deben bajar sus precios de querer seguir vendiéndolos.

A largo plazo –asumiendo que la circulación del nuevo cono monetario siga postergándose y que no se descuenten las expectativas de los agentes que deberían anticipar esto- la contracción monetaria en el ínterin también podría afectar a la baja los precios de las mercancías a nivel generalizado (especial y primeramente en aquellos mercados y productos en donde se use mayoritariamente el efectivo). Es decir, de durar algún tiempo más esta caótica situación, podría incluso ocasionar un descenso de los precios de forma generalizada, lo contrario a lo que se conoce como inflación.

¿Parece hasta bien no? Incluso a costa de quienes en el proceso se hicieron más pobres, podrá decir algún desalmado. Pues todo lo contrario.

Aquí viene lo lamentable, tanto la caída en el precio del dólar como una eventual caída generalizada de precios de otras mercancías, durarán muy poco. Sólo hasta que empiece a circular apropiadamente el nuevo cono monetario. Es decir, estos aparentemente buenos efectos, producto de haber expropiado una parte de la riqueza de gente humilde no bancarizada y/o poseedora de gran cantidad de un efectivo que ya no podrá canjear, será sólo una ilusión momentánea. Una ilusión que tenderá a afectar a los más pobres y a los no "enchufados" con el gobierno.

¿Y qué pasará cuando circulen los nuevos billetes y vuelvan a imprimir salvajemente, inflando como es costumbre la masa monetaria?

Aquí tengo que apostar a que la intención del gobierno jamás fue contraer la masa monetaria de forma definitiva, ni nada parecido. Incluso aunque pueda verse excitado por la caída del dólar o tal vez del resto de los precios. Ya que el socialismo conoce muy bien cuáles son sus beneficios, al imprimir cada vez más dinero de forma irresponsable para poder pagar sus cuentas en bolívares o para intentar dar un empujón ficticio a la economía. La contracción de la masa monetaria le perjudicaría directamente a la larga. Por esto, mi apuesta no sólo es que se restituirá con creces el tamaño de la masa monetaria anterior –contraída momentáneamente con esta torpe medida supuestamente anti-"mafias"- sino que además, el gobierno continuará inflando la cantidad de dinero en el mediano y largo plazo al mismo ritmo en que venía haciéndolo.
  
Cuando un gobierno crea nuevo dinero, este entra en la economía por caminos muy específicos. Lo que coloquialmente se conoce como inflación (subida generalizada de precios), que es causada por la introducción de nuevo dinero inorgánico, no es instantánea. Algunos precios comenzarán a subir, en la medida en que se comience a percibir un incremento de la demanda de aquellas personas que reciben de primero el nuevo dinero y pueden comprar ahora más que antes. Es decir, quienes reciben antes el nuevo dinero, aprovechan de comprar más cosas y lo hacen antes de que suban los precios. Mientras que, a quien después de un tiempo le llegue de último el nuevo dinero (o no le llegue nunca), sólo sufrirá el aumento de la inflación por la expansión monetaria. Y la mayor cantidad de dinero que ahora podría tener, le servirá de muy poco en un mercado con muy altos precios. Así, los más beneficiados de la expansión monetaria (de la introducción del nuevo dinero), serán aquellos que reciban el nuevo dinero de primeros. Y los más perjudicados, seremos los demás, especialmente los más pobres, quienes sólo sufriremos el eventual aumento generalizado de precios.

¿Adivine usted por cuáles caminos entra y entrará el nuevo dinero en la economía venezolana?

Ha adivinado: a través de los ricos enchufados del socialismo bolivariano. Los banqueros del régimen, los corruptos millonarios contratistas del gobierno (los mismos que cobran las obras pero no las construyen) y toda su amplia red clientelar. Especialmente se aprovecharán del nuevo dinero las mafias rojas rojitas que tienen acceso al dólar preferencial y a la importación bendecida por los permisos de sus amigotes en el gobierno.

A través de estos entrará el nuevo dinero a la economía. Estos enchufados podrán salir corriendo a aprovecharse de la caída momentánea de precios para comprar mercancías y dólares baratos antes de que empujen sus precios nuevamente al alza, retomándose así el momentáneamente interrumpido proceso hiperinflacionario y de devaluación del bolívar. Los precios de todo volverán a subir, el valor del bolívar volverá a caer subiendo el del dólar y se continuará por ese camino tan propio del socialismo. La inflación volverá a galopar "a paso de vencedores" y los más pobres seguirán sufriendo implacablemente sus efectos.

Así es como esta medida de ilegalización súbita de los billetes de 100bs, es decir, este decreto de expoliación de parte de la riqueza de los más humildes, terminará a la larga transfiriendo la riqueza expoliada a aquellos, hacia los más ricos y enchufados con el gobierno. Estos, que muy pronto recibirán de primeros el chorro de billetes nuevos, aprovecharán de ser los primeros que puedan aprovechar las “rebajas”, comprar dólares preferenciales, comprar dólares en el mercado paralelo mientras esté a bajo precio y tal vez incluso comprar cosas más baratas en el mercado. Empujando así los precios nuevamente al alza, cosa que sí sufriremos todos los demás y en especial los más humildes.

Así es como el socialismo del siglo XXI parece plantearse la redistribución de la riqueza: desde los más pobres, hacia los más ricos y enchufados con el régimen.

Luis Luque

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jueves, 15 de diciembre de 2016

El gobierno no da nada gratis



Contrario a la muy extendida creencia, el gobierno no da absolutamente nada que no haya extraído antes de la sociedad (o que extraerá en el futuro). Aún a pesar de esta obviedad, muchas personas se empeñan en creer que el gobierno da (y debería dar) cosas "gratis". En este caso el calificativo de “gratis” no es más que una ilusión, un truco de magia. Un grupo de personas tiene la ilusión de no pagar nada por algo que recibe del gobierno y esto los hace felices. Y esta ilusoria felicidad es aprovechada por los políticos para ganar votos en el corto plazo. Mientras tanto, como una especie de macabros y mediocres magos, lo único que estarían haciendo es enmascarar, diluir y postergar en el largo plazo los costos sociales de aquello supuestamente “gratis”. Esto no sólo es la base del clientelismo y el populismo, por desgracia tan extendido en la política, sino que también explica en buena medida por qué estas sociedades, a pesar de ser gobernadas décadas y décadas con políticas de reparto, nunca logran superar el estado de mediocre pobreza que motivó para la ciudadanía estas políticas. Una condición que termina por perpetuarse y que incluso continúa muchas veces afectando a un creciente porcentaje de la población.

Lo que el votante medio no percibe en seguida es que, a cambio de la supuesta "gratuidad", el gobierno les quitará algo mayor de forma camuflada. Es difícil percibir los costos de estas cosas “gratis” porque generalmente aquello que nos quita no nos impacta directamente, sino de manera insospechada y luego de algún tiempo. Es por esto que difícilmente llegamos a relacionar los verdaderos costes de esas cosas “gratis” que nos encantan recibir del gobierno. Ese es justamente el truco. No sólo se nos hace creer en una gratuidad que no es tal, sino que cuando eventualmente nos llega la factura, probablemente ya gobierne otro partido. Y además, como los costes nos llegan de formas muy indirectas, es muy fácil echarle la culpa a alguien más por los nocivos efectos que esta práctica tiene en el largo plazo. Así, por ejemplo, los siempre esperados decretos de aumento del sueldo mínimo, se cobran en unos meses a toda la sociedad en forma inflación; o las seductoras regulaciones de precios, se cobran algún tiempo después con escasez de productos; o las regulaciones laborales que blindan y dan privilegios a los trabajadores, eventualmente lo pagamos con un aumento del desempleo y baja de salarios por el descenso en la productividad. En términos netos la calidad de vida siempre empeora, pero convenientemente luego siempre se podrá culpar de esto, por ejemplo, a una ficticia “guerra económica”. Es como barrer el sucio debajo de la alfombra, pero de forma permanente.

A continuación veremos cómo afectan –a todos y a la larga- algunos de los trucos que usa el gobierno para financiar lo que nos hace creer que nos estaría dando de forma gratuita. Para esto haremos caso al brillante economista francés del siglo XIX Frederic Bastiat, quien decía que un buen economista es aquél que presta atención a “lo que no se ve”. Es decir, una política cualquiera puede tener un muy concreto y visible resultado inmediato. Pero la clave para un análisis correcto, es investigar los efectos menos visibles, más difusos y a largo plazo que esta misma política produciría de forma no intencionada. Estos efectos van desde aquello que la sociedad pudo haber hecho de forma alternativa –y que nunca existirá- con los recursos que en cambio le fueron confiscados por el gobierno, para dedicarlos ahora a financiar dicha política. Hasta por supuesto los efectos colaterales que, sin que fuera el deseo de sus diseñadores, produce paralelamente dicha política. Esto es lo que vendría a representar el costo social de las políticas: lo que se dejó de hacer –y que por tanto no existirá por llevarla a cabo- y los inintencionados daños colaterales. Y este costo debería compararse con aquello que al final es de lo único que por desgracia se habla en los debates políticos: los supuestos efectos beneficiosos, visibles e inmediatos, de las políticas públicas.

¿Cómo financia el gobierno las cosas “gratis” que nos ofrece?

1) Con los impuestos. Son la principal y más visible fuente de ingresos de los gobiernos. Vienen en todas las formas y colores y con las más variopintas de las motivaciones (además de la obvia de exprimir dinero al ciudadano). Como la misma palabra lo indica, es una imposición obligatoria a todos los ciudadanos. No todos los impuestos se reflejan de forma evidente en la factura y en las declaraciones de impuestos de los ciudadanos, sino que muchos de ellos impactan de forma indirecta a los ingresos de las familias, al encarecer los precios de todos los productos y servicios que, de manera directa o indirecta, son objeto de algún tipo de tributación. Los hay por consumo (e.g. IVA), por la renta personal (e.g. ISLR, IRPF), por la renta de las empresas (e.g. impuesto de sociedades), por el capital (e.g. impuestos a los bienes inmuebles), por tener un vehículo, por poner combustible, por fumar un cigarrillo o tomar una bebida alcohólica, en la forma de aranceles para todo aquello que se importa desde el extranjero, por instalar una placa de energía solar en el techo de tu casa, por comprar un disco o DVD virgen que podría o no usarse para piratear contenido, y un muy largo etcétera.

Los impuestos representan para el ciudadano un costo adicional –del que no se puede escapar- en todo aquello que necesite para vivir. La mayoría de los países del planeta hoy por hoy cobran de impuestos entre una tercera parte y la mitad de todo lo que el ciudadano promedio produce. Para ilustrarnos con claridad la magnitud y el significado de esta expoliación, la organización Tax Foundation se encarga todos los años de calcular hasta qué día del año debería trabajar un ciudadano promedio en Estados Unidos solamente para poder pagar los impuestos que deberá pagar ese año (para otros países ver https://en.wikipedia.org/wiki/Tax_Freedom_Day). Por ejemplo, un norteamericano promedio en 2016 tuvo que trabajar exclusivamente para el gobierno (sin gastar un solo centavo para sí mismo) desde el 1 de enero hasta el 23 de abril. Sólo a partir del 24 de abril ya empezaría a producir sólo para él y podría comenzar a comer, vestirse, poner un techo sobre su cabeza, conectarse a Internet, comprar un libro, ir al cine, etc. En España el día de la liberación fiscal también en 2016, llega tan tarde como el 30 de junio. Estos son 6 meses del año en los que el español promedio trabaja única y exclusivamente para poder pagar a su gobierno todos los impuestos que le tocará pagar ese año. Este período de tiempo, en el que no trabajamos para nosotros mismos, sino que somos literalmente los esclavos de la hacienda pública, es lo que pagamos (de forma más directa y evidente) por los servicios que nos ofrece el gobierno, nos gusten o no, hagamos uso de ellos o no. Esto se parece mucho más a la esclavitud de antaño que a un paraíso de cosas “gratis”. Antes también el dueño de esclavos le daba a estos comida “gratis”, techo “gratis” y una cierta atención médica “gratis”, no le convenía que se les murieran o dejaran de ser productivos.

Los daños colaterales del cobro de impuestos a los ciudadanos deberían ser evidentes. Se priva al ciudadano promedio de decidir en qué gastar una gran proporción de sus ingresos, duramente ganados y que pueden ir entre la tercera parte y la mitad de lo que produce al año. De mantener los ciudadanos estos recursos, a través del proceso competitivo del mercado, los usarían para procurarse de lo que deseen y haciendo esto, premiarían a los proveedores de bienes y servicios que mejor satisfagan las necesidades de los consumidores. También una buena proporción de estos recursos podrían haberse dirigirse al ahorro y la inversión, proveyendo de capital necesario a los proyectos empresariales a largo plazo que parezcan tener probabilidad de éxito a los ciudadanos, que aumenten la productividad de la sociedad, que creen empleos productivos y que generen además una renta a sus inversores. Sin embargo estos recursos van en cambio a pagar una inmensa estructura burocrática, cuyo único objetivo es decidir por los ciudadanos en qué gastar esta gran cantidad de dinero. Se sustituyen así las millones de decisiones descentralizadas de asignación de los recursos sociales por parte de la ciudadanía –que sabe exactamente lo que quiere, cuánto estaría dispuesta a pagar por ello y en qué debería sacrificarse para poder hacerlo- por unas pocas decisiones de terceras personas. Un grupo muy pequeño de burócratas que suelen fundamentar sus decisiones mayormente en criterios políticos o, más específicamente, a qué otro grupo desean beneficiar con la transferencia de estos recursos (sean estos empresarios amigos o sectores de la población con muchos apetecibles votos).

Una buena parte de los recursos obtenidos mediante impuestos, va a parar a financiar aquellas actividades que el gobierno, o bien monopoliza y controla en su totalidad, o lo hace parcialmente. Así el gobierno obstruye totalmente a la alternativa privada o compite con ella de manera muy desproporcionada, a la vez que la asfixia con multitud de regulaciones y la condena a mantener precios altos y no tan buena calidad, porque al no promoverse una mejor competitividad ni tener acceso a un mercado mayor, tendrán menos incentivos para bajar costes y precios e innovar. En estos casos, un ciudadano (que por cierto ya fue obligado a pagar la alternativa pública) no podría decidir entre muchos proveedores, cuál de ellos satisface mejor y a un menor precio sus necesidades. Sino que es obligado a aceptar el servicio público o, si existe, la alternativa privada, un poco mejor pero no como sería en un régimen abierto y muy competitivo. El servicio que ofrece el gobierno, bueno o malo, ya lo ha cobrado vía impuestos y en ocasiones, haciendo los respectivos cálculos, resulta más caro y de menor calidad, que la más eficiente alternativa privada, incluso sometida a la asfixia y la competencia desleal que sufre desde el propio gobierno. Cualquier actividad económica que pueda darse en el mercado libre, asignará mejor los recursos sociales (será eventualmente más barata y mejor) como consecuencia del proceso competitivo, que una alternativa gubernamental con poca o ninguna competencia. Con malos y caros servicios públicos y privados, por falta de competencia, también estamos pagando los ciudadanos la supuesta gratuidad de los primeros.

Pero no acaba acá todo lo malo de los impuestos, también está su extendido uso como herramienta política y de planificación centralizada. Además del objetivo recaudador, los impuestos son muy utilizados por el gobierno, como obstáculos y beneficios relativos artificiales para los diferentes sectores productivos, estilos de vida y grupos sociales. Esto introduce distorsiones artificiales premeditadas por los gobernantes, para guiar así a la sociedad en uno u otro sentido. Esto termina afectando las estructuras de precios relativos, premiando unas alternativas de acción y castigando otras, de acuerdo con las preferencias de un burócrata y no según las demandas del soberano consumidor.

Así, por ejemplo, los políticos aumentan los impuestos de importación de ciertos productos, para que la ciudadanía tenga que pagar más por algo importado y se vea entonces motivada a comprar la alternativa local, que suele ser de peor calidad y más cara porque los productores locales se adormecen al no tener que competir con el resto del mundo. Muchas veces estas industrias protegidas mediante aranceles de importación, son dominadas por buenos  amigos del gobierno, que prefieren un mercado cautivo obligado a comprar sus productos que tener que competir con productores extranjeros en mejores precios y calidades. También puede aprovechar el político el vicio de los ciudadanos y cobrar más impuestos por el alcohol, el tabaco o la lotería (suele ser típico que los juegos de azar sean a veces también monopolios estatales), a sabiendas de que un adicto seguirá consumiéndolo al precio más caro, pero que recaudará más y penalizará ciertos estilos de vida que no sean acordes con los deseos de la élite gobernante. Con las rebajas selectivas de impuestos para ciertos productos, se tienen efectos análogos. Representan incentivos arbitrarios y artificiales para favorecer unas actividades productivas a costa de las demás, independientemente de las preferencias reales de los consumidores, quienes deberían ser al fin y al cabo los únicos con derecho a decidir qué hacer con su dinero y no a ver cómo los productos que realmente desean terminan siendo relativamente más caros por culpa de una política premeditada. Debido a estas estrategias, muchos malos empresarios se sitúan a la periferia de la clase política para canjear favores en su beneficio (e.g. incentivos a su industria y desincentivos a las de sus competidores, obstáculos o encarecimiento artificial de las importaciones, etc.) a cambio de donaciones para la próxima campaña electoral. Usar instrumentalmente el poder político para beneficiarse económicamente, ha demostrado ser más fácil que satisfacer competitivamente a los consumidores. Por esto es que paradójicamente a muchos ricos empresarios con amigotes políticos, no les agrada tanto el libre mercado como pensaríamos, sino que se encuentran más bien bastante cómodos con un mercado muy intervenido, eso sí, por sus aliados en el gobierno. Pagamos así también, con el encarecimiento de muchos productos que desearíamos y al vernos empujados a comprarle a mayores precios y a malos productores (pero amigos del gobierno), las cosas “gratis” que creemos recibir de los políticos.

Finalmente otro vicio asociado a los impuestos es la llamada progresividad. Esto es una estrategia política para la llamada redistribución de la riqueza y que consiste en cobrar desproporcionadamente más a quienes más tienen en relación a quienes menos tienen. Esto, que viola aún más flagrantemente que los casos anteriores el principio de la igualdad ante la ley que debería tener todo gobierno, no consiste en cobrar una mayor cantidad de impuestos a los ricos en términos absolutos. Tampoco en cobrar proporcionalmente lo mismo a uno que otro ciudadano. Sino que a un rico el gobierno cobra por ejemplo un 60% de sus ganancias mientras que a un pobre sólo le cobra un 30%. Pedro por ganar 1.000 es activamente discriminado por el gobierno y es obligado a pagar 600 (un 60%), mientras que a Juan por ganar 100 sólo lo obligan a pagar 30 (un 30%). Se produce así una evidente distorsión del principio de justicia que se agrava aún más por el hecho de que el que discrimina es justamente aquél ente que debería ser el garante de iguales derechos para todos los ciudadanos. Pero además, esto tiene consecuencias económicas directas. A Pedro de hecho se le castiga por ser exitoso en proveer lo que la sociedad demanda –que es como en el mercado libre uno se hace rico- mientras que a Juan se le premia por no serlo tanto. Además, a Pedro se le quita un excedente que probablemente podría utilizar para ampliar su proyecto empresarial demostradamente exitoso, para abaratar sus precios invirtiendo en bajar sus costos y generando de paso empleo y más personas satisfechas por lo que ofrece. Así el ahorro de una parte de impuestos de un grupo de personas con menos recursos, se paga a la larga con menos empleo y un más lento crecimiento económico. Y esto sucede incluso antes de que la distorsión llegue a ser tan grande, que los grandes capitales huyan a otro país con condiciones fiscales más favorables. Los llamados “paraísos fiscales” que suelen ser los chivos expiatorios de quienes crean verdaderos infiernos fiscales que desincentivan toda inversión y producción.

En descargo de los impuestos se tiene que decir que, mientras existan los gobiernos de la forma en que los conocemos, deberían ser estos su única fuente de financiación. Por supuesto esta afirmación tendría aún mayor sustento si se redefiniera el tipo de gasto público y se simplificara el cobro de impuestos. En cuanto a lo primero, mientras exista el gobierno, debería dedicarse única y exclusivamente a aquellas actividades que aún la sociedad no pueda resolver por sí sola –algo que hasta donde sabemos es justamente producto de las distorsiones creadas con anterioridad por la intromisión estatal y sus fallos al demarcar y proteger claramente los derechos de propiedad. Y que en lo poco que haga el gobierno, la estrategia debería ser tender siempre a que la sociedad se encargue progresivamente y de forma competitiva de estas actividades (por ejemplo tercerizando la gestión de los servicios al sector privado o cambiando la educación y salud pública por cheques para ser canjeados por la población más necesitada por servicios en el sector privado).

En cuanto a lo segundo, el cobro de impuestos debería ser simple y directo y en ningún caso atentar contra la acumulación de capital de la sociedad, sino preferir de ser posible un impuesto al consumo. Un impuesto sencillo y único siempre será más efectivo y menos perjudicial que una compleja estructura tributaria, llena de tecnicismos y muy distorsionante de los procesos productivos movidos por la soberanía del consumidor. Y un impuesto al consumo en vez de a la renta o al capital, siempre favorecerá la capitalización de la sociedad, el ahorro y la inversión, con lo que se tendrán estructuras de producción más alargadas e intensivas y por tanto más productivas y competitivas, lo que produciría empleos de mejor calidad y más remunerados y precios cada vez más bajos para los consumidores.

Por otra parte la financiación del gobierno únicamente vía impuestos, permite mantener una prudente conexión entre la suerte de la gente y la de sus políticos en el gobierno. Una sociedad pobre tributará muy poco y su gobierno será igualmente pobre. Mientras que una sociedad rica podrá sostener a un gobierno rico. Veremos al final las terribles distorsiones que introducen fuentes alternativas de riqueza para el gobierno, sin que sea esta riqueza producida antes por la sociedad.

2) Con endeudamiento. Cuando los impuestos no son suficientes para cubrir los gastos del gobierno, este hace lo que cualquier otra persona jurídica o natural: pedir prestado. El gobierno se endeuda en moneda local o extranjera, acudiendo al mercado, a bancos nacionales o internacionales o a otros gobiernos u organismos multilaterales. Como toda deuda, el prestamista accede a adelantar una suma de dinero, a cambio de la eventual devolución de este capital más un cierto interés que le compense el renunciar a esta cantidad por un cierto tiempo. El interés, que es lo que se paga por la deuda, es decir, por la urgencia de necesitar el dinero ahora y no tenerlo, es el costo de esta transacción para el prestatario. Suele depender el interés de qué tan serio sea percibido el gobierno y de qué tan endeudado ya estaba, ya que a mayor riesgo, mayor será el interés por el que se estaría de acuerdo a prestar el dinero. Venezuela por ejemplo, tiene una deuda externa (lo que ha pedido prestado fuera y que aún no ha pagado) de unos 150.000.000.000 de dólares (150 mil millones de dólares). Antes de Chávez era tan solo de la sexta parte de esta cantidad. Por esta deuda pagará solamente en 2016, la suma de 16.000.000.000 USD entre intereses y capital. Este monto supera hoy las reservas internacionales de Venezuela que se ubican en unos 11.760.000.000 USD, que por cierto es el nivel más bajo desde 2003 cuando se ubicaban en 13.900.000.000 USD. No extraña que en los primeros meses el gobierno venezolano haya tenido que vender la tercera parte de las reservas en oro para obtener la liquidez necesaria para, entre otras cosas, pagar puntualmente a sus acreedores. Es de destacar que otra parte de las reservas en oro están empeñadas (esto es, comprometidas mediante swaps con bancos extranjeros, una especie de préstamo de lingotes de oro a cambio de divisas extranjeras).

Naturalmente el costo de endeudarse en el presente, lo terminarán pagando los ciudadanos en el futuro, capital más intereses. Hoy pagamos con nuestros impuestos el servicio de la deuda adquirida en el pasado. Y mañana, nosotros y nuestros hijos, pagaremos la deuda que el gobierno asuma hoy. Esto nos costará aún más que haber financiado el déficit con una subida de impuestos, ya que además del capital, nos toca pagar un extra por haberlo pedido prestado y poder devolverlo en el futuro. Así un incremento del gasto público sin que lo acompañe una subida de impuestos, significa que el gobierno está postergando el impacto en los ciudadanos de los costos de lo que nos ofrece hoy por endeudarnos.

3) Impresión de dinero. También llamada inflación monetaria o más coloquialmente “el impuesto de los pobres” por la gran capacidad de la inflación de afectar hasta el último de los ciudadanos. La estrategia de imprimir dinero nuevo es con seguridad el más vil y torpe mecanismo de financiación de las actividades de un gobierno. Sólo comparable a cuando en la edad media los reyes recogían las monedas de oro, las envilecían –las fundían, les quitaban una buena parte del oro que reemplazaban con otro metal y volvían a acuñarlas- y las devolvían a la gente con la misma denominación. Hoy en día el mecanismo es más elegante e invisible, consiste en que el gobierno pide al banco central en préstamo un dinero que antes no existía. Así el gobierno se aprovecha de la llamada soberanía monetaria –su monopolio de impresión de billetes y acuñación de monedas que son de uso obligatorio para todos en un país- y del hecho de que el dinero (antes oro y plata) fue expropiado hace décadas por los gobiernos del mundo, para emitir en cambio papeles y monedas sin mucho valor, pero supuestamente respaldadas con divisas, oro y otros activos en las bóvedas del banco central. Este nuevo dinero inorgánico, que no está respaldado por nada, pasa a manos del gobierno que lo utiliza para sus pagos en moneda local. Inyectándolo así en la economía por caminos bastante concretos.

Al comenzar a circular este dinero nuevo en el país, al pasar de mano en mano en muchas transacciones, se percibe que hay ahora mucho más dinero que antes, pero los mismos productos y servicios de siempre. Esto conlleva a que el poder adquisitivo del dinero caiga progresivamente –por haber ahora muchas unidades monetarias nuevas compitiendo por los mismos productos que ya había antes- así los precios de todo tienden a subir de forma generalizada. Eventualmente cuando el nuevo dinero tal vez llega al último ciudadano, este ya llevaba rato sufriendo de la inflación. Así la ilusión de los beneficios de la nueva capacidad de gasto del gobierno –lo que creíamos que ahora nos comenzaba a dar gratis- se traduce a la larga en una generalizada subida de precios por la disminución del poder adquisitivo del dinero que todos tenemos en los bolsillos. Los únicos beneficiados de este truco son los que reciben de primeros o de segundos el nuevo dinero (e.g. el propio gobierno, los bancos, los contratistas del Estado) pues pueden utilizarlo rápidamente para adquirir bienes y servicios que muy pronto tendrán un precio mucho mayor, debido al efecto de la circulación de nuevas cantidades de dinero inorgánico. Así terminan beneficiándose unos pocos, pero sufriendo todos la larga, del gasto público que se financió por esta vía. Si alguien se beneficia de esta nueva capacidad de gasto del gobierno, téngalo por seguro que no le será “gratis” por mucho tiempo.

4) Expropiando y monopolizando una lucrativa actividad productiva. Si la impresión de dinero es la más vil y fraudulenta de las estrategias de financiamiento de los gobiernos para hacernos creer que nos da algo gratis, esta tiene que ser entonces la más criminal, maquiavélica y efectiva de todas. Consiste en que la élite política identifique el sector de mayor potencial de riqueza del país y decida entonces apropiárselo para sí, haciendo ilegal a sus ciudadanos el que se dediquen por su cuenta a esta actividad. Esto termina haciendo muy rico al gobierno –y a sus gestores, los políticos, quienes controlan en la práctica estos recursos y se benefician directamente de su repartición- independientemente de la suerte con la que corra la sociedad. Se rompe así el sensato mecanismo de que el gobierno tenga que negociar con sus ciudadanos los impuestos para su manutención, rindiendo cuenta por ellos y que el Estado deba depender de la sociedad y jamás al revés. No sólo se mantiene el gobierno sólo y sin depender de sus ciudadanos, sino que además es inmensamente rico, como consecuencia de prohibir a sus ciudadanos la explotación de la más lucrativa actividad del país. En la práctica, esto representa la expropiación del futuro de un país para enriquecer a un Estado que ya no necesita a sus ciudadanos.

Puede el gobierno idear bonitos eslóganes para decir que la industria expropiada ahora “es de todos”, pero la realidad es que dicha industria pertenece en la práctica a quienes la controlan y deciden en qué utilizar los recursos que genera, esto es, a la clase política. En Venezuela conocemos de primera mano lo que a la larga conllevó la expropiación de la industria petrolera. El petróleo nunca fue “de todos” los venezolanos, sino del pequeño grupo de la élite política que ha controlado esta industria y decidido qué hacer con sus rentas. El petróleo de Venezuela siempre fue y es de sus políticos. Lo fue de la cuarta república, que adormeció y corrompió a buena parte del sector empresarial –para qué producir o competir, total, para eso están los petrodólares, los subsidios y las protecciones- y lo es ahora de la quinta república, que raspó la olla y terminó de quebrar el aparato productivo del país y al gobierno y a la industria petrolera consigo. Esta y no otra es la razón por la que Venezuela no es un país rico como desean creer muchos: es tan solo un país pobre con un gobierno inmensamente rico.

El primer costo social de este mecanismo es, como hemos dicho, divorciar los destinos económicos de gobierno y ciudadanía, al hacer a la clase política tremendamente rica con independencia de lo que suceda a la sociedad que se mantiene sometida a sus mediocres políticas económicas. Ya no le importa al gobierno lo acertado o no de su programa económico, sus ingresos no dependerán de que la sociedad se haga cada vez más próspera. Depende tan solo de como maneje la fuente de riqueza que le fue expropiada a la sociedad o, en la versión más mediocre, de cuánto sea el precio internacional del petróleo. Así las políticas económicas ya no tienen que dirigirse a aumentar la productividad y la competitividad de la sociedad o a corregir sus deficiencias estructurales e históricas. Sino que pueden dedicarlas casi con exclusividad a los más rentables fines políticos clientelares y populistas de la élite gobernante y de los privilegiados que orbitan a su alrededor.

Este divorcio económico entre ciudadanía y gobierno, no sólo trae consecuencias económicas evidentes, sino además terribles efectos institucionales, políticos y sociales. Estos se suman también a esos diluidos y camuflados costos sociales de esas cosas “gratis” que ofrece un gobierno que se financie con este mecanismo. La actividad política se convierte en un negocio de repartición y apropiación de la renta y así lo entienden sin dudas políticos, pseudo-empresarios y votantes. Los incentivos al trabajo duro, la austeridad y el ahorro, que tanto éxito reservan a las sociedades que los mantienen, son abandonados a favor del exceso y de la búsqueda de conexiones políticas. Esto erosiona gradualmente la capacidad productiva y competitiva de la economía, la orienta a la importación en vez de a la producción y a la monoproducción en vez de a la diversificación. A la vez que mantiene una ilusión de riqueza que no es real y que a los últimos en la cola de la repartición del gobierno, empieza a parecer como que su anclaje permanente a la condición de pobreza, es culpa de aquél que sí terminó enriqueciéndose, bien sea por el ilegitimo reparto, o bien por su esfuerzo y talento. Esto lo aprovechan los políticos del establishment –o sus competidores externos que ambicionan desde lejos su poder- al introducir una narrativa de suma-cero que apoyaría esta ilusión: “el país es rico y si tú no lo eres, debe ser porque en el reparto alguien se llevó más de lo que le tocaba y lo hizo a tu costa”. El chivo expiatorio en esta maliciosa historia, suele ser por supuesto un capitalismo que nunca existió y que de haberlo hecho habría cambiado radicalmente la situación. Pero siempre es una buena excusa para que ahora el gobierno controle y expropie todavía más o para que unos nuevos políticos revolucionarios, ofrezcan ahora mano dura para revertir la situación, profundizando las políticas equivocadas que la originaron en un principio.

El segundo costo social de este mecanismo de financiamiento del gobierno, es la pobre integración de esta industria expropiada con el tejido social y productivo del país. En Venezuela, por ejemplo, la frase “sembrar el petróleo” fue acuñada por el prestigioso intelectual Arturo Uslar Pietri, para referirse a la necesidad de invertir la renta petrolera venezolana en actividades productivas diversificadas en el sector no petrolero del país. Uslar Pietri introdujo la famosa frase de “sembrar el petróleo”, sorprendentemente en 1936. Ochenta años después –durante los cuales esta idea ha sido un mantra permanente de las élites intelectuales, políticas y empresariales del país- el Estado venezolano aún no ha logrado diversificar el aparato productivo del país. No por falta de intentarlo y de controlarlo a su voluntad, cabe aclarar. Ya desde 1936, unos cuarenta años antes de la expropiación formal de la industria petrolera por el partido socialdemócrata Acción Democrática, la estrategia del Estado venezolano era la de poseer el monopolio de la propiedad del subsuelo de todo el territorio nacional –es decir, la propiedad de todo lo que hay debajo de tú terreno privado- y de gravar escandalosamente con impuestos a las empresas dedicadas al petróleo. Así ya se apropiaba de una buena parte de sus ganancias, proporcionalmente muchísimo más que de cualquier otra industria. Ya se identificaba a la gallina de los huevos de oro y se le exprimía avariciosamente para que la clase política terminase en control de una gran proporción de la renta petrolera. Esto empezó mucho antes de las cuatro décadas anteriores a la expropiación definitiva en 1976. Con el inmenso caudal de petrodólares en manos de los gobiernos venezolanos, en 80 años no han podido, por desgracia para Uslar Pietri y especialmente para el resto de los venezolanos, sembrar el petróleo.

Una industria monopolizada y expropiada, para que la élite política pueda beneficiarse de la repartición de su renta, a través de cosas “gratis” que ofrece al pueblo y a los grupos de intereses cercanos, tiene canales muy específicos para el ingreso de la renta en los circuitos económicos nacionales. Estos canales por los que entra el dinero del sector expropiado a la sociedad, vienen determinados fundamentalmente por criterios políticos, por mucho que la supuesta intención nominal pueda ser algo tan loable o pleno de sentido común como “sembrar el petróleo”. En primer lugar va a financiar a un hipertrofiado e ineficiente aparato burocrático del Estado, muy propio del hecho de haber mucho dinero y tener que premiar a los aparatos partidistas que llevaron al poder a los gobernantes. Es decir, a mantener puestos de trabajo no solo bastante improductivos, sino a la vez dedicados en buena parte a obstaculizar al sector productivo privado. Además, como consecuencia de la inmensa cantidad de recursos que maneja el sector público, la pobre calidad institucional y poca transparencia (tan propia de un gobierno que no depende de su sociedad para financiarse) y de la multitud de alcabalas que el gobierno impone al sector privado, buena parte del dinero se irá en corrupción.

El resto de la renta del lucrativo sector monopolizado y expropiado, entrará a la economía según criterios también políticos y sólo por casualidad con alguna mínima racionalidad económica. Se destinará a favorecer grupos de electores o sectores empresariales donde haya amigos o que tengan una buena organización para el lobby político y la influencia mediática. Se destinarán por ejemplo a rescatar empresas quebradas que no supieron satisfacer las necesidades de los consumidores con los recursos sociales que controlaban. A subsidiar industrias de amigotes que no supieron bajar sus costes o hacerse más competitivas. A ofrecer créditos altamente subvencionados y riesgosos, que ningún banco en su sano juicio otorgaría por ofrecer pérdidas y temer un impago. A reflotar otras empresas públicas hipertrofiadas, ineficientes y con inmensas pérdidas para los contribuyentes que las mantenemos pero que no gozamos ni de sus productos, ni de los productos que de otra forma pudieron haber existido de no financiarse aquellas empresas malgestionadas. Y como estas un larguísimo etcétera. Y al final, los recursos no son infinitos y poco queda para algo más después de costear los muy diversos sectores clientelares a la periferia de la casta política.

Si esta actividad expropiada y monopolizada, en cambio, hubiese estado en manos privadas, habría implicado en primer lugar competencia (en vez de un monopolio); en segundo lugar la gestión de este negocio con criterios racionales económicos (en vez de criterios políticos); y en tercer lugar la integración efectiva de este sector con el tejido social y las demás actividades productivas (y a beneficiar clientes políticos que viven de buscar esta renta). Los frutos de la competencia son el mejor aprovechamiento de los recursos sociales en lo que la sociedad verdaderamente demanda y la existencia de claros incentivos para la innovación, el esfuerzo y la disciplina en la gestión empresarial. La expectativa real de ganancias o pérdidas de los actores privados, los mueven a ofrecer a los consumidores la mejor calidad al mejor precio. Y este espontáneo proceso del mercado premia a quienes saben hacerlo mejor y que ahora podrán utilizar sus ganancias para ampliar sus negocios o financiar otras actividades con los mismos criterios demostradamente exitosos creando muchos empleos realmente productivos. La racionalidad económica en el uso de los recursos de esta lucrativa industria, permitiría que los agentes privados tuvieran en mente siempre la sostenibilidad futura de sus proyectos empresariales asociados a esta industria o alternativos. E invertirían estos recursos con criterios más apropiados y rentables que la alternativa pública y además con estrategias de riesgos muy distintas. Debido que a mayor riesgo mayor ganancia, un empresario podría asumir riesgos mayores con su propio capital, a la espera de mayores beneficios, que la estrategia que debería seguir un gobierno teóricamente sometido al examen público. En pocas palabras, un gobierno responsable tal vez no hubiese invertido en Google, sino más bien en una explotación agropecuaria.

Por ejemplo ante los vaivenes de los precios del petróleo en el caso venezolano, de no haber sido expropiada esta industria, miles de empresarios independientemente habrían tomado a los pocos años previsiones importantes. Previsiones que por cierto a los políticos venezolanos de forma centralizada les tomó décadas intentar implementar, mediante el Fondo de Inversión para la Estabilización Macroeconómica (FIEM), creado tan tarde como en 1998. Este fondo para compensar los altibajos en los precios del petróleo, sólo duró 13 años hasta 2011 cuando Hugo Chávez terminó de desmantelarlo de forma definitiva (ver vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=OAun_B2RkNc). Un buen número de empresarios privados se habría dado cuenta en seguida, porque son dolientes directos de su propiedad, de la necesidad de ahorrar y diversificar sus actividades y de agregar valor en vez de dedicarse meramente a la actividad primaria de extracción, con precios tan volátiles. Esto los habría empujado a orientar su renta proveniente del petróleo, en el caso venezolano, verticalmente aguas abajo –refinación, petroquímica, plásticos, investigación y desarrollo en ingeniería de los materiales, productos terminados para el consumo final, etc.- y horizontalmente hacia otras industrias conexas o muy distintas del sector petrolero –turismo, alimentación, servicios, exportación de bienes de consumo, etc. Y estos proyectos no nacerían con una vocación política, sino con la firme expectativa de que su consecución será financieramente sostenible y lucrativa. Así en unas pocas décadas, con capital privado, el sector privado venezolano habría “sembrado el petróleo” eficazmente. Lo hubiese hecho espontáneamente, sin plan centralizado alguno, generando empleos productivos en proyectos empresariales sostenibles, competitivos y rentables, difundiendo así de manera efectiva en todo el tejido social los beneficios privados de la renta petrolera. Porque un empresario que no prevea la volatilidad de los precios del petróleo, que maneje su capital de forma ineficiente o a pérdida, o que despilfarre sus recursos en coloridos proyectos no rentables o insostenibles a largo plazo, quiebra rápidamente y libera los recursos sociales que controlaba, para que otro empresario más competente les de ahora un nuevo uso con una mayor utilidad social (que no es otra cosa que en proyectos lucrativos con posibilidad de ganancias).

Estos, creo que son los principales mecanismos de financiación de los gobiernos, es decir, de dónde salen los recursos para costear lo que muchos creen que de aquél obtienen “gratis”. En palabras de Gerald Ford: un gobierno tan poderoso como para darte todo lo que quieras, también es lo suficientemente poderoso como para quitarte todo lo que tengas. En general un gobierno grande, que asfixie, exprima, hostigue y le quite grandes oportunidades de prosperidad a la sociedad, solamente para poder sostener un proyecto de repartición de la riqueza, a la larga acabará con ella e inexorablemente condenará al país a la pobreza estructural. Y de esto en el largo plazo no se beneficia nadie, por muchas cosas puntuales que el gobierno pueda ofrecerte como carnada y por muy visible que puedan aparentar ser los beneficios a corto plazo. No hay varita mágica en la economía, ni caminos fáciles, ni debe ser el objetivo de la política dar nada a nadie. Todo se paga, pues “no hay nada gratis en la vida”. Cuando te ofrezcan o recibas algo aparentemente “gratis” de algún gobierno, haz caso a Bastiat y detente un instante a reflexionar a cambio de qué puedes estarlo recibiendo, cómo lo pagarás tú y tus hijos en el futuro y, en el mejor de los casos, a quién más tuvieron que quitarle en tu nombre algo que necesitaba a cambio de aquello que te están prometiendo.

Luis Luque

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viernes, 2 de diciembre de 2016

Una oda al dinero


Pocas cosas son tan vilipendiadas de forma tan universal como el dinero. En cualquier misa de domingo es común escuchar en el sermón –un poco antes de pasar la cesta de la colecta- apasionados reproches a la vileza de este elemento omnipresente en cualquier sociedad. No es de extrañar esta actitud y mucho menos después de las controvertidas expresiones del Papa Francisco: "Son los comunistas los que piensan como los cristianos"; "Las empresas no deben existir para ganar dinero"; “El dinero nos aleja de Dios, quita la fe”.

Pero no son estas actitudes exclusivas de unos líderes espirituales de la mojigata y moralista religión que yo mismo profeso. Se extiende casi sin excepción hacia todos los círculos intelectuales, políticos y mediáticos. El profesado asco por el dinero, su denuncia como un cáncer social y la ilusión por que deje de existir, lo enarbola orgullosa desde la celebridad que recibe un premio, hasta el futurista escritor de ciencia ficción. Así hacen también el poeta y el filósofo, quienes además de encontrar al dinero pueril e incompatible con sus elevadas ambiciones intelectuales, lo condenan como un vulgar, cotidiano y repugnante lastre que nos condena a nuestras debilidades materiales. Extraña que estos mismos personajes se alteren tanto por el hecho de que cualquier imbécil pueda ser millonario, mientras ellos parecen estar condenados a la pobreza, a pesar de que sus obras serían claras muestras de la grandeza del espíritu humano.
                                                      
Esta mala fama del dinero es tan miope como injustificada. No tengo ninguna duda de que, si se comprendiera a profundidad el origen, la evolución y en especial la tremenda utilidad social del dinero, los más sensibles artistas del planeta le dedicarían poemas y sinfonías; y los líderes religiosos de la humanidad se maravillarían al contemplarlo, por reconocer en él una espectacular muestra del plan divino. No exagero ni un poco, sólo puede comenzarse a darle el mérito que se merece, al afirmar que el dinero es la institución social por excelencia. El dinero es el catalizador de virtualmente cualquier cooperación humana que sea posible y por tanto de toda acción civilizatoria. No sólo una sociedad compleja como la nuestra sería impensable sin dinero, sino que ninguna civilización con un tejido social de cierto alcance y profundidad, es decir, cualquier sociedad humana relevante en los últimos milenios, podría haber existido sin el dinero. Sin dinero seríamos un puñado de primates aislados en pequeñísimos grupos, sumergidos en la pobreza y que ocasionalmente nos encontraríamos para guerrear. Nos reuniríamos en muy contadas ocasiones, para pelearnos por alguna presa o, en el mejor de los casos, para intercambiar las más elementales y simples mercancías, apenas suficientes para nuestra supervivencia. La aparición del dinero permitió a la humanidad romper las primitivas barreras y así impulsar la compleja y pacífica cooperación social y, por tanto, la civilización.

La sociedad actual adolece de muchos sesgos que contribuyen con la extensión de esta generalizada actitud de odio al dinero, la que además es incentivada desde posiciones políticas e ideológicas tan equivocadas como interesadas. Tal vez el más relevante de estos sesgos sea la reinante confusión entre “medios” y “fines” al juzgar las acciones propias y de otros. Así, viene siendo habitual la obsesión por los medios, por ejemplo, al afirmar que las armas de fuego serían malas (no las intenciones homicidas), las drogas terribles (nunca la debilidad del adicto), las redes sociales peligrosas (nunca las actitudes que tenemos unos con otros), Dólar Today un instrumento del terrorismo (nunca la irresponsable inflación monetaria del chavismo) y el capitalismo, naturalmente, un vil instrumento para la corrupción humana (jamás las demandas de los consumidores por cierto tipo de productos banales o viciosos). En una actitud más cercana a la del niño que golpea amargado la mesa en venganza por haberse tropezado con ella, los seres humanos tendemos a exteriorizar la mayoría de las cosas que no nos gustan de nosotros mismos, sólo para no tener que cargar con la culpa de revisarnos introspectivamente. De esta manera, tiene todo el sentido del mundo que erróneamente se le atribuya injustificadamente al dinero –presente en casi toda transacción humana, bien sea directa o indirectamente- todo lo que aborrecemos de nosotros mismos, pero que no tenemos la fortaleza de afrontar directamente.

Tendría el dinero la culpa del materialismo, de la ambición desmedida, del egoísmo, de la explotación, de los crímenes, de la estupidez y la crueldad humana. Culpando así al medio humano por excelencia, exoneramos a todo fin reprochable o mal habido de quienes usan dicho medio para propósitos que éticamente pudieran ser legítimamente condenables. A veces ni siquiera nos paramos a pensar en que la motivación de quien hace cosas reprobables por (o con) dinero, o que se desvive por conseguirlo a toda costa y sin ningún miramiento, no lo hace de hecho por el dinero mismo, sino por lo que puede conseguir a cambio de este, por la sensación de seguridad que tenerlo brinda o por evitar tener que esforzarse, como todos los demás, a ganárselo día a día tan solo para asegurar su supervivencia y un mínimo de comodidades. Todo esto suele pasar por debajo de la mesa cuando nos apasionamos con la simplista falacia de que el dinero es malo para la sociedad. Una cosa no puede ser mala, mucho menos algo como el dinero. Son las intenciones y actitudes de las personas que utilizan estas cosas como medios, lo único que puede ser moralmente reprobable. Pero estas intenciones pasan a un segundo plano, por la facilidad de criticar al dinero en sí y por quienes interesadamente promueven, con fines políticos, una absurda propaganda de difamación a esta gran institución social. Pareciera más bien que el fetiche por el dinero lo tienen, en primer lugar, quienes caen en el error de condenarlo.

Otro sesgo que contribuye al fanatizado y extendido odio al dinero, es la falta absoluta de comprensión de la naturaleza de este, así como de muchas otras fundamentales instituciones sociales, y su determinante función social. Esto creo que tiene que ver con la forma en que históricamente la humanidad ha ido comprendido la realidad que nos rodea. Antiguamente el hombre acudía a la divinidad para justificar fenómenos que todavía no alcanzaba a comprender racionalmente. Esta actitud fue paulatinamente revirtiéndose hasta llegar al punto de no retorno de la ilustración. Ya Dios no hacía falta, la razón podía explicar todo lo que antes aparecía oculto tras el velo de la ignorancia y que hasta entonces había requerido de causas místicas para su comprensión. La triunfante razón humana comenzaba a desvelar todos los antiguos misterios. Y los avances de la tecnología, junto a la revolución industrial, nos permitieron transformar el mundo para nuestra comodidad, con proezas que unos años atrás habrían parecido trucos de magia. Así llegamos hasta hoy, un momento en el que nos hemos vuelto un tanto arrogantes en cuanto al alcance de la razón humana, sospechando que lo que aún no hayamos descubierto o comprendido plenamente, será sólo cuestión de tiempo hacerlo. Pero en especial, hemos sido víctimas de la ilusión de que todo lo que nos rodea y nos parece útil, si no es un producto de la naturaleza –ahora suficientemente comprendida- debe ser entonces el producto del diseño deliberado de alguna inteligencia humana. Esto, que  desde un punto de vista filosófico ha sido una gran equivocación y que entre otras cosas ha evitado que tengamos una mejor comprensión de lo social, nos ha llevado además a cometer terribles errores políticos con injustificables costos humanos.


Para comenzar a comprender la importancia del dinero, es imprescindible entender cuál es su naturaleza. Podríamos intentar clasificar todas las cosas que tengan algún significado para nosotros en dos grandes categorías bastante evidentes: lo natural y lo artificialLo natural podríamos definirlo como el producto de la interacción de fuerzas físicas sin la intervención humana. Unas fuerzas que al menos en sus interacciones más elementales podemos llegar a comprender. Algo que nos bastaría al menos para ofrecer principios de explicación de fenómenos complejos que tal vez nunca, por su complejidad y su inmanejable número de variables, podríamos llegar a explicar o modelar exhaustivamente de forma determinística. A pesar de esto, lo “natural” sería un ámbito bastante dominado por la razón humana, así no sea capaz nunca de ofrecer cualquier nivel de detalle sobre un fenómeno de cualquier grado de complejidad. Lo artificial, por otra parte, es producto consciente y deliberado de una inteligencia humana. Es algo diseñado y fabricado por un ser humano para cumplir con un propósito anticipado por su creador. La tecnología nos ha permitido crear cosas artificiales que antes ni imaginábamos y que muy probablemente no se habrían dado en la naturaleza sin la intervención humana.

El problema es que no todo lo que no es “natural”, tampoco es necesariamente “artificial”. Y aquí viene la dificultad y lo hermoso de la naturaleza del dinero. Entre lo natural y lo artificial existen una buena cantidad de cosas que no pueden ser clasificadas estrictamente en alguno de estos extremos. Cosas que si bien no son producto de la naturaleza, sino de la acción humana, sin embargo no fueron explícitamente diseñadas por nadie para cumplir con el propósito o ejercer la función que terminan asumiendo. Este es el caso del dinero y en general de las instituciones sociales como la moral, el derecho y el lenguaje. Estas instituciones no fueron pensadas o diseñadas por nadie con el propósito de cumplir con las importantes funciones sociales que han brindado a la humanidad. No son otra cosa que actitudes humanas que definen patrones de comportamiento generalizados, que surgieron espontáneamente a lo largo del tiempo, como el producto de muchas acciones deliberadas hacia infinidad de otros fines particulares y que no perseguían, en ningún caso, el objetivo de crear dichas instituciones, ni mucho menos anticipaban todas sus futuras funciones y ramificaciones.

Así el dinero no fue “inventado” por nadie, simplemente surgió a lo largo de la evolución cultural humana, para terminar cumpliendo una función social vital que nadie anticipó y sobre la que posiblemente, la plena comprensión de todas sus implicaciones, escape a la razón humana. Este tipo de instituciones sociales como el dinero, la moral, el derecho o el lenguaje, terminan creando órdenes espontáneos, unos órdenes sin plan previo alguno, sin un diseño preconcebido, pero que permiten el funcionamiento de toda la sociedad. Son a su vez el producto evolutivo y el sostén de la compleja civilización que disfrutamos. Y para maravillarnos, resulta que son este tipo de instituciones –las que surgen espontáneamente y evolucionan sin que exista detrás una inteligencia diseñadora y planificadora- las que mayor importancia tienen para nuestra civilización de seres dotados de una gran capacidad intelectual capaz de tremendos logros. El sostén de toda la civilización está dado por estas complejas normas y pautas de comportamiento que no fueron pensadas para ello por nadie, sino que, sin quererlo o planearlo,  simplemente surgieron, evolucionan y se transmiten de generación en generación. Son, en pocas palabras, los pilares de un orden “natural” colectivo, no intencionado, producido por accidente a raíz de muchas acciones individuales y deliberadas dirigidas a otros fines. El dinero es uno de estos portentos orgánicos de la civilización humana.


Es comprensible que a la justificada arrogancia de la razón humana, le cueste comprender y aceptar que los elementos más determinantes de la vida social, no son el producto de un previo y cuidadoso diseño deliberado en manos de unos grandes sabios. En otras épocas tales maravillas habrían sido atribuidas al diseño divino (a lo natural) y todos tranquilos. Pero lo que más molesta hoy es más bien que no puedan ser atribuidas al diseño humano consciente (a lo artificial) y no sólo eso, sino que nuestra inteligencia no pueda terminar de comprenderlas a profundidad o determinar su futuro curso evolutivo de forma controlada. Requiere una gran muestra de humildad intelectual, reconocer que estas instituciones vitales para la auto-organización de la sociedad, son el fruto de una serie de “accidentes” evolutivos, que terminaron configurándolas como las conocemos e influyendo de manera decisiva y profunda en el resto del complejo entramado de relaciones sociales. Y que sólo de forma retrospectiva podemos apenas comenzar a intuir el rol que juegan estas instituciones, su importancia y muy a grosso modo las causas de sus especiales particularidades. También le cuesta comprender y reconocer a la vanidosa mente del intelectual o político moderno, que la ingeniería social –el pretender rediseñar artificialmente estas instituciones o diseñar otras ex novo que las reemplacen- conlleva imprevisibles trastornos a largo plazo a lo largo y ancho del complejo entramado social que la harían prohibitiva.

Teniendo más clara la naturaleza del dinero, podemos empezar a comprender su evolución y las principales funciones sociales que esta institución social trajo consigo. El dinero permitió a las débiles y pobres comunidades de humanos primitivos, convertir eventualmente la gran diversidad de necesidades, talentos y circunstancias, en una amplia y compleja estructura de cooperación social, de división y especialización del trabajo y del conocimiento, que terminaría por beneficiar de forma inimaginable a todos los miembros de la comunidad.

Podemos recrear especulativamente las circunstancias en las que nació algo que se convertiría eventualmente en lo que conocemos hoy como dinero. Podemos imaginar en los difíciles tiempos primitivos, en la original condición de pobreza de la humanidad, cuando primaba la lucha contra los elementos para la supervivencia y todos los individuos dedicaban prácticamente todo esfuerzo en sobrevivir, que en escasos escenarios se daba la circunstancia en la que a alguien le sobrase algo que podía de ser utilidad a otro, a quien, por otra parte y afortunadamente, también le sobrase otra cosa que el primero podría valorar. El ingenio humano de algún emprendedor de la época, seguramente habría sido suficiente para ocurrírsele que, si como alternativa a hacer la guerra e intentar quitarle al otro lo que necesitaba –a riesgo de que la empresa resultara mal, por ejemplo con su muerte- se proponía en cambio intentar cooperar con el otro y hacer un intercambio amigable, el resultado podría ser más beneficioso y, en especial, menos arriesgado. Así podría haber comenzado el intercambio voluntario, la renuncia a la agresión como modo de vida y la bienvenida a la cooperación entre distintos individuos, grupos familiares o clanes. Tal vez con el trueque interfamiliar, habría surgido la semilla de lo que luego con suerte evolucionaría como otra de las instituciones sociales más importante: el derecho. Al generalizarse estas prácticas e ir mutando según las particulares circunstancias históricas, se irían perfilando, por ejemplo, lo que hoy conocemos como la propiedad privada y los contratos.

Pero volvamos a lo que nos interesa. Ese primer gran paso para la cooperación humana –el reconocimiento de una especie de propiedad del otro, de su control sobre la misma y de los beneficios mutuos del intercambio voluntario y pacífico en lugar de la agresión- que representaría el trueque, tendría obvios obstáculos que serían evidentes a la larga. El primero y más evidente de ellos era que debía darse la circunstancia de que, justamente lo que me sobrara a mí, fuese valorado por alguien más, a quien, por suerte, justamente le sobrase lo que yo necesitaba. Esto –que los economistas modernos llaman el problema de la doble coincidencia de necesidades- representaba una importante dificultad en el camino de una más intensa y compleja cooperación humana. Ni hablar de la inconveniencia de pretender intercambiar dos gallinas por tan solo media vaca…

Podemos volver a imaginar a otro emprendedor de la época, tal vez unas pocas generaciones luego de que se popularizase el trueque, que intuyera una muy buena idea. Que le podía beneficiar aceptar en un trueque algo que no necesitara directamente, pero que sí podía imaginar que muchos otros sí necesitarían y que, por tanto, le sería relativamente fácil encontrar a una tercera persona que aceptara aquella mercancía “intermedia” por lo que él en efecto necesitaba desde un principio. Es decir, aquél emprendedor tendría dos gallinas y querría fruta, pero a sabiendas de que resultaba complicado encontrar a otro a quien justamente le sobrase algo de fruta y deseara gallinas, decidió aceptar en cambio algo de leña. La leña era muy popular, la usaba todo el mundo, y tal vez pensando en eso y a pesar de no necesitarla, en un acto de genuina empresarialidad, decidió apostar a que alguien con fruta con mayor probabilidad preferiría la leña a las gallinas. Tal vez pensaría antes de la arriesgada transacción, que la leña era una mercancía valorada por muchos por su utilidad, luego tal vez se daría cuenta además de que se podía dividir más o menos a conveniencia y que si tenía cuidado y no la mojaba, seguramente le duraría un buen rato (a diferencia de la gallina) hasta poder encontrar a alguien que se la aceptara a cambio de fruta. Es fácil imaginar que esta novedosa estrategia tuviera éxito y que el emprendedor la repitiera en muchas ocasiones y que otros comenzaran a copiarle al ver las conveniencias de la nueva moda. Tal vez no sólo con leña, sino también con algunas otras mercancías de entre las que surgiría eventualmente la más conveniente. Una que terminaría por ser valorada además de por su utilidad ya conocida, mucho más porque se descubrió que resultaba bastante útil también como un medio de intercambio. Habría sido cuestión de tiempo para que una práctica así se generalizara, al estar a la vista de todos los obvios beneficios de empezar a hacer las cosas así, al tener una disposición los hombres a hacer lo que hacen los demás, al percatarse de que haciendo eso, podían aumentar la frecuencia de sus transacciones y que esto aumentaba la diversidad de mercancías a su disposición y la posibilidad de colocar sus sobrantes. Tal vez el análisis de esta nueva costumbre no llegaría entonces a que fueran conscientes de que con esta práctica, podían ahora satisfacer más y mejor sus necesidades y podían dedicar el tiempo y recursos ahorrados a otras actividades que antes no contemplaba. Como suele ser típico con estas instituciones sociales, las utilizamos casi inconscientemente, por imitación y sin siquiera ser conscientes de cómo nos benefician indirectamente más que en lo inmediato. Pero al hacerlo, los grupos humanos que la adoptaran tenderían a ser más prósperos y más influyentes, extendiendo eventualmente sus prácticas a otros grupos.

Es razonable asumir que algo así sucediera, probablemente de forma independiente en muchas comunidades. Es posible aceptar que esta práctica se popularizara y se convirtiese en un estándar de facto y que en aquellas comunidades privilegiadas con una nueva ventaja competitiva, comenzase a ser habitual que algo como la leña sirviera de medio de intercambio generalmente aceptado. Así surgiría el dinero, es decir, esta nueva actitud humana que comenzaba ahora a compartirse de forma generalizada, hacia una conocida mercancía que tendría utilidad, además de por sus usos habituales, ahora por ser un medio de intercambio. Los registros arqueológicos e históricos revelan el uso de muchas mercancías no solamente valoradas por sí mismas, sino además como medio de cambio generalmente aceptado en distintas épocas y comunidades primitivas. Podría ser la leña de nuestro ejercicio mental, la sal (de ahí por cierto la palabra “salario”), el arroz, el trigo, el aceite, el ganado, conchas marinas, piedras preciosas, plumas exóticas, plata, oro, etc. La nueva práctica de aceptar en un truque algo que tal vez no necesitas, pero que es comúnmente aceptado por otros, determinó que en aquellas comunidades, la actitud que sus miembros tendrían ahora respecto a aquella cosa que por accidente asumió esta nueva función de dinero, se generalizara y transmitiera a lo largo del tiempo y la geografía, al darse intercambios entre grupos humanos, antes aislados y seguramente en periódicas guerras por los escasos recursos. Eventualmente esta mercancía sería más valorada por su nueva función que por las antiguas. Así eventualmente el oro, la plata o el cobre, por ejemplo, fundamentarían buena parte de su valor en la mente de las personas, no en su utilidad como metales con ciertas propiedades útiles para muchas cosas, sino por saber que son aceptadas como medio de intercambio por otras mercancías.


La valoración que originalmente gozaba aquella mercancía que ahora fungiría además como medio de intercambio generalmente aceptado (concepto que hoy llamamos dinero), las particularidades específicas de cada comunidad humana, sus vicisitudes históricas y el descubrimiento de que los atributos físicos de dicha mercancía resultaban convenientes para este nuevo uso –por ejemplo, era uniforme, divisible, no perecedero, fácilmente almacenable y transportable, escaso, muy valorado, etc.- determinaron que, como dinero, se popularizaran a la larga ciertos tipos de mercancías y no otras. Muy seguramente en ningún momento hubo necesidad de una reunión tribal, un decreto del chamán del pueblo, un gran plan político o una intervención razonada de los líderes del grupo, para estandarizar esta práctica o acordar que una cierta mercancía sería utilizada como dinero. Simplemente el reconocimiento de la conveniencia de esta costumbre, de una moda que nadie previó que tendría tal alcance, pero que resultaba sorprendentemente conveniente adoptar de forma generalizada, terminaría creando en las mentes de las personas, una nueva actitud por esta novedosa utilidad que ahora descubrían en aquella mercancía que ahora llamarían (y utilizarían como) dinero.

Con el surgimiento del dinero, de forma imprevisible, ahora la cooperación humana –el intercambio voluntario y pacífico de mercancías y servicios, el comercio- podría alcanzar niveles insospechados. Ya aquella familia, clan o tribu a la que se le daba especialmente bien sobrevivir pescando, podía intercambiar sus sobrantes poco valorados por este grupo, por otras extrañas y nuevas mercancías foráneas indirectamente a través del dinero. Ya no estarían limitados a que los productores de otras exóticas mercancías desearan obsesivamente pescado, ni que fueran sus vecinos inmediatos para poder llegar a los mismos antes que el pescado comenzara a oler de forma sospechosa. El uso de dinero como una mercancía intermedia, amplió exponencialmente los horizontes de estas pobres y aisladas comunidades y les invitó a acercarse y a establecer vínculos unas con otras, al permitirles el acceso a bienes y servicios que antes no disfrutaban, pero que ahora podrían surgir por la nueva facilidad en el comercio. Satisfechas las más elementales necesidades vitales y ahorrada, además, una buena cantidad de tiempo que antes era usada, o bien en la autogestión para producir todo lo que fuera más elemental para la supervivencia –sin importar en qué se era un experto productor- o en la búsqueda del trueque apropiado, ahora habría tiempo para el ocio y para ambiciosos proyectos a largo plazo. Ahora habría espacio para que el ejercicio de otros talentos, cuyos descubrimientos podrían transformarse en nuevas cosas y servicios que fuesen merecedores de la valoración social. Ya no de la pequeña tribu sino de vecinos cada vez más lejanos y en muchos casos incluso desconocidos.

El surgimiento del dinero habría producido una especie de micro-globalización en la época. Habría representado nuevas oportunidades para reiterar que la diversidad humana, de necesidades, talentos y circunstancias materiales podrían, mediante la pacífica y voluntaria cooperación a gran escala, devenir en un complejo y extenso entramado social de división y especialización del trabajo y del conocimiento, formado por multitud de relaciones recíprocas entre gentes que probablemente ni siquiera se conocerían en sus vidas, pero que ahora se beneficiarían mutuamente. Hay que detenerse un momento para comprender este gigantesco salto de la humanidad. Es necesario visualizar cómo habría cambiado la vida de una persona en una pequeña comunidad humana aislada, condenada a dedicar todo su esfuerzo a la mera supervivencia y sumergida en la pobreza. A tener ahora la posibilidad de dedicarse a lo que mejor sabría hacer, porque gente que jamás conocería podrían valorar el fruto de su trabajo y proveerle de todo lo que necesitara, no solo para su supervivencia, sino ahora también para su comodidad, ocio y para sus aspiraciones más elevadas. Sólo el dinero pudo permitir este impensable grado de cooperación humana, pacífica y voluntaria, a gran escala.


Y no solo eso, el dinero facilitaría también la posibilidad de acumular el fruto del esfuerzo propio, prestarlo, o aunarlo con el de otros, lo que permitiría la aspiración a proyectos de largo plazo. El ahorro de los excedentes en la forma de dinero, permitiría eventualmente su transformación en bienes, que antes hubieran requerido la dedicación exclusiva de toda la vida de un individuo que en cambio se dedicaba a autoabastecerse lo mínimo para sobrevivir. Bienes que ahora sí podrían existir y prestar servicios que de otra manera habría sido imposibles. Más sofisticadas herramientas, bienes de producción y las economías de escala –el abaratamiento de la producción de bienes por su masificación- comenzarían a surgir y a cobrar importancia con el no intencionado fin de facilitar la vida de todos los demás seres humanos.

Sin embargo, todavía no hemos mencionado una de las más fenomenales funciones del dinero para una economía –esto es, para un extenso marco de cooperación social basada en el intercambio pacífico y voluntario, en los contratos, y no en la agresión o la guerra. Esta es la de servir de unidad de cuenta para el cálculo económico y el sistema de precios. No podía haber previsto jamás aquél cavernícola emprendedor de nuestra historia, que sería copiado una y mil veces por decidirse aceptar algo que no necesitaba sólo para facilitar una transacción y la siguiente, que su gesto habría sido la semilla del más brillante sistema –tampoco diseñado o inventado por una mente humana en particular- para la mejor asignación de los limitados recursos sociales a las cambiantes e ilimitadas necesidades subjetivas de todos los hombres.

Para poder apreciar correctamente esta función del dinero para el sistema de precios y el cálculo económico, es necesario pasar antes por lo que en la economía moderna se entiende como el problema económico. Este fundamentalmente consiste en cómo asignar unos recursos limitados y escasos, a una inmensa variedad de fines de los individuos de una sociedad. Esto se complica justo al momento de reconocer que, tanto cada uno de los recursos como cada uno de los fines individuales, tienen una utilidad y una valoración que sólo existe subjetivamente en las mentes de cada uno de los miembros de una sociedad y que, además, son constantemente cambiantes. Al comprender que el valor de una mercancía no tiene está en sus propiedades objetivas, sino que el valor sólo existe en la mente de una persona, que tiene una naturaleza subjetiva y arbitraria, que no es ni medible, ni observable, ni tampoco ordenable en una escala de valoración universal, el tamaño y alcance del problema económico cobra una nueva dimensión. Cómo decidir entonces si el recurso A, que es considerado útil para los fines a, b, c y d, es o no más valioso que el recurso B que se utiliza para los fines b, e y f. Esto, de cualquier forma posible, llevaría a infértiles intentos de comparación como el siguiente: ¿valen socialmente más 100 zapatos, 20 cepillos de diente, 10 vacunas o 3 enciclopedias? En vista de que no hay un “valorímetro” o una escala de valor universalmente válida para todo hombre y circunstancia –no en vano poco vale un diamante en el medio de un desierto sin comida ni agua, o el aire no vale lo mismo en Caracas que en la luna, o no vale lo mismo un único tomate que el tomate número 600- es imposible que un planificador de un grupo formado por tan solo un puñado de personas, pueda recopilar toda la información necesaria para asignar los medios a los fines sin ser necesariamente arbitrario. Una persona puede individualmente y en un instante dado, saber si ella misma valora una cosa más que otra. Pero no puede un observador externo decidir objetivamente para un número de individuos, sin ser arbitrario, qué necesidades complacer de quienes, quitando así recursos que podrían satisfacer otras necesidades de otros. Esta es la magnitud del llamado “problema económico”. Y la solución a dicho problema en todo momento, no la ofrece un economista o un gobernante, sino la sociedad toda a través de los complejos y dinámicos procesos de mercado.


En un mercado libre, con propiedad privada e intercambios voluntarios, donde las cosas que sean susceptibles de ser mercadeables por los hombres, se pueden intercambiar por una determinada cantidad de dinero, surgen los precios libres y la posibilidad de cálculo económico. Acá es oportuno aclarar que la expresión “precio libre” es una redundancia, ya que todo precio es necesariamente libre (producto de un acuerdo voluntario entre las partes), de otra forma sería sólo una cifra arbitraria sin significado social alguno. El precio, denominado en unidades de dinero, que surge en un mercado a través de la concurrencia de ofertantes y demandantes, resulta ser un contenedor de importantísima información para los individuos, pues reflejan, en un momento dado, una especie de valoración social global de una mercancía. Esta valoración se produce precisamente por la concurrencia de muchas valoraciones individuales que compiten por el recurso para muchos fines alternativos que son valorados de formas distintas. Cuando dos personas intercambian, sólo podemos saber que una de ellas valora más cierta cantidad de dinero (el precio) que la cosa que entrega y viceversa. Se puede abusar y decir que en realidad no estarían revelando su valoración de dicha cantidad de dinero en comparación con aquello que se intercambia, sino que la comparación de valor es entre lo intercambiado y aquello que creen que podría obtenerse indirectamente por esa cantidad de dinero. Así, el dinero permite determinar costes, mediante sucesivas comparaciones indirectas, caer en cuenta de aquello a lo que se estaría renunciando al comprar o producir una cosa, o en sentido contrario de lo que se estaría ganando al vender esa cosa. Esta transacción permite asignar un número objetivo, indirectamente relacionado a lo que antes era inmensurable por terceros, las subjetivas valoraciones individuales. Pero además conecta de alguna forma la valoración subjetiva individual de una persona por una cosa, con la forma en la que la sociedad lo cotiza, valora o aprecia. O más apropiadamente, con la manera en que otros individuos, interesados y que compiten por dicha cosa para usos alternativos, la valoran a su vez.

Este número mágico que viene a ser el precio de una mercancía –que cambia además constantemente, tanto por la variación de las valoraciones subjetivas de la gente, como por el hecho de que el mismo dinero, al ser una mercancía más, tiene un valor en la mente de los hombres que cambia también de forma dinámica de acuerdo a muchas circunstancias- es la única guía posible para que las personas se coordinen entre sí en una sociedad extensa y compleja. Para que actúen e intercambien, aprovechen y se sacrifiquen, y para que cooperen los unos con los otros, en función no solamente de sus necesidades individuales, sino indirectamente en función de las necesidades de los demás y la disponibilidad de los recursos por los que compiten, una información que se sintetizan indirectamente en los precios. Esto permite que nos disciplinemos y nos orientemos de acuerdo a las necesidades de otras personas que no conocemos y en función de unas circunstancias lejanas e indirectas que tal vez no podríamos conocer jamás en su totalidad. Toda esta información está sintetizada en un precio y así el sistema de precios nos permite a todos coordinarnos sin darnos cuenta. El mismo nos mueve a no desperdiciar algo valorado por otros y a trabajar en función de las necesidades de nuestros congéneres, al producir lo que creemos que estos más valoran. Este sistema maravilloso sólo es posible con dinero y con intercambios voluntarios en un mercado libre basado en la propiedad privada.


Pero de forma especialmente importante, el dinero y los precios afectan no sólo aquellas cosas materiales que son susceptibles de compra y venta. Sino que también afectan indirectamente también al resto de las facetas humanas no materiales o no comerciables. Pues nos permite hacer comparaciones, por ejemplo, sobre qué debo renunciar si decidiera dedicar mi vida a cultivarme espiritualmente, o a la enseñanza, o a ser un arriesgado empresario. No todo puede tener un precio, pero partiendo de lo que sí puede tenerlo, es posible que nos alineemos con relativa facilidad a las necesidades sociales y a enmarcar en estas nuestras propias apetencias y aspiraciones. Los precios en dinero, nos dan la posibilidad de que manejemos algo más de información, para aquellas decisiones en otros ámbitos humanos en donde lo que queremos no se consigue en ningún mercado a ningún precio. El dinero nos hace libres al permitirnos decidir nuestro plan de vida por nosotros mismos en el marco de una sociedad en la que necesitamos de los demás para llevar a cabo nuestras aspiraciones y estos necesitan de nosotros.

El cálculo económico, posibilitado por el dinero y el libre mercado, permite tener una buena idea de cuánto se contribuyó a las necesidades de los demás y de cuántos recursos se tomó de la sociedad para hacerlo y para uno mismo. La ganancia o el beneficio empresarial, es mucho más que una simple ambición de mecánicos empresarios que persiguen el lucro como fin. Es habitual que –dada la incomprensión inherente a la naturaleza de estas instituciones sociales espontáneas, evolutivas y sin diseño deliberado- exista una especie de velo que no permita ver más allá de lo evidente, ni mucho menos apreciar las extensas y profundas implicaciones de cada gesto asociado con dichas instituciones. Un beneficio empresarial, reflejado así en la contabilidad de una empresa (otra práctica o lenguaje empresarial no inventado por nadie en particular), nos confirma el éxito social de la empresa en su esfuerzo de intentar satisfacer las necesidades de otros, haciendo un uso eficiente y efectivo de los escasos recursos sociales, que tendrían infinidad de usos alternativos que compiten directa o indirectamente por ellos. La pérdida empresarial en cambio, nos habla de un fracaso de la función social de una empresa. Que los costos sean mayores a los ingresos, esto es que haya pérdidas, nos revela un uso inapropiado de los escasos recursos sociales, al intentar satisfacer unas necesidades en vez de otras que eran valoradas más urgentemente y que competían también por aquellos recursos que fueron derrochados en el proyecto fracasado.

Todo lo aquí relatado es tan solo una pequeña muestra de la enorme e inimaginable función del dinero. Una institución social que sólo puede maravillarnos y ser objeto de alabanzas y fascinación. Una institución sobre la que decir lo mismo que afirmaba el economista F. A. Hayek sobre el sistema de precios: que si hubiese sido inventado por alguien en particular, sería considerado seguramente como una de las invenciones más geniales de la humanidad. Pero ante el hecho adicional de que no fue preconcebido por nadie, sino que surgió como parte de un orden espontáneo, evolutivo y no planificado por ninguna inteligencia, es simplemente maravilloso. Sólo una muy equivocada propaganda –originada con toda probabilidad en una muy deficiente incomprensión de los procesos y las dinámicas sociales, o en los oscuros y antisociales intereses de políticos e intelectuales que, paradójicamente, dicen ser defensores de “lo social”- podría atreverse afirmar algo distinto a lo que aquí he esbozado muy torpemente.


Así el dinero no es ni siquiera una cosa, es una actitud humana hacia una cosa, sea esta un pedazo de papel, una pieza de metal, un saco de trigo o en el futuro tal vez un abstracto objeto informático criptográfico. El dinero es tan solo la idea de que entre los usos habituales de una mercancía, por los que ya es valorada por muchos otros hombres, está principalmente el hecho percibido de que además sirve esta como un medio de intercambio que es aceptado de forma generalizada.

Observando lo que es el dinero hoy en día, tal vez surjan varias razonables confusiones: ¿Cómo es que un papelito en mi billetera con la cara de algún gobernante muerto es una mercancía? ¿Cómo es que hablamos de una institución social espontánea y evolutiva si su devenir está marcado por las decisiones de un puñado de burócratas en la oficina de algún banco central? Pero para responder a estas preguntas, haría falta otro escrito tan extenso como este, que pudiera ilustrarnos acerca de cómo la ingeniería social de alcance global liderada por políticos; la distorsión artificial de muchas de las  instituciones sociales como el derecho y por supuesto el dinero mismo; y los privilegios cedidos por el poder político a poderosos grupos económicos; pueden explicar no sólo qué es lo que han hecho con el dinero hasta llevarlo a la distorsionada versión que conocemos hoy. Sino además, arrojar luz sobre cómo estas ilegítimas distorsiones a unas instituciones sociales a medio camino entre lo natural y lo artificial, han producido a gran escala, y con un muy importante impacto en la vida de todos, devastadores efectos, por ejemplo en la forma de inflación y recurrentes ciclos económicos de auge y recesión.

Pero incluso con la limitada, controlada y distorsionada versión del dinero que conocemos hoy en día, sus funciones continúan siendo simplemente maravillosas. Y de tener algún aspecto negativo, este podría rastrearse con total seguridad, como intentaré ilustrar en otra ocasión, a la intervención ilegítima y artificial por parte del poder político, sobre esta invaluable institución social.

Luis Luque

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