viernes, 29 de abril de 2016

¿Qué estamos esperando?



Ya se habían recogido 2.500 firmas para obtener la famosa planilla, que permitiera ahora recoger firmas (unas 200.000) para que una vez validadas, permitiera recoger nuevamente firmas (ahora unas 4.000.000) que también deberán ser validadas, para que (todavía no se acaba) se convoque a un referendo en el que se debe obtener la mayoría de votos, según contará Tibisay, y para que al menos 7.500.000 votos sean favorables a la revocatoria del mandato. Todo esto para que, o bien quede hasta que termine el mandato (en el 2019) el vicepresidente que decida nombrar Maduro (a menos que disuelva la Asamblea Nacional en caso de sucesivas mociones de censura) o luego de un mes se convoquen finalmente elecciones presidenciales. De este tamaño son el costoso y largo reto logístico y la incertidumbre de su resultado.

Sólo para obtener la planilla para la segunda de las tres recolectas de firmas, el órgano electoral se tomó 48 días en proporcionarla. Y el CNE es sólo uno de los instrumentos del chavismo cuyo único plan es defender la revolución a toda costa. Desde el Tribunal Supremo de Justicia, hasta bandas  armadas, según sea el grado de sutileza requerido de acuerdo a la ocasión, pasando por el CNE, todo el aparato formal e informal del Estado está al servicio de la revolución. No nos confundamos. No están al servicio de Maduro, o de ganar una u otra elección, o de tener mayoría en tal o cual organismo, o en gobernaciones o alcaldías. Estas son, como podría decirlo Lenin hoy si pudiera hablar, en criollo y con el acostumbrado irrespeto comunista a las minorías, “mariconadas burguesas”. Son tonterías irrelevantes en todo sentido para la revolución y tal vez son sólo útiles para servirle de instrumentos coyunturales. Solamente útiles porque la oposición se entretiene con ellas y porque tiene tanta miopía que, en plena dictadura totalitaria, cree (o dice que cree para hacer creer a los demás) que tienen algún tipo de validez o relevancia práctica en las conocidas circunstancias.

Si admitimos como válido el supuesto de que el pasado nos sirve de alguna guía para tratar de predecir el futuro, es decir, que las cosas suelen seguir siendo lo que siempre han sido, o que al menos variarán poco, y en especial si no hay nada de cierto impacto que pueda vencer esta inercia, puede ser muy prudente afirmar que: la revolución no se rendirá frente a sutilezas democráticas, legales o institucionales. Esto es frente a “mariconadas burguesas”. Es ilustrativo que la única vez que Chávez se rindió lo hizo cuando estaba preso y con una pistola sobre la mesa. Y esto fue mucho antes de que la práctica totalidad de los que conforman la estructura de poder tuvieran tanto rabo de paja, desde la DEA hasta la Interpol.

No interpretemos mal la historia. El chavismo no se rindió cuando reconoció haber perdido la reforma constitucional en 2007. Chávez en la práctica y violando la constitución, aplicó las mismas medidas incluidas en su propuesta de formas tan alternativas como irregulares. La revolución tampoco se rindió cuando reconoció la nueva mayoría opositora en la Asamblea Nacional del 2015. A la semana le inhabilitó cuatro diputados, la Sala Constitucional, restringió las potestades de este cuerpo, anula por inconstitucionales todas sus iniciativas y ya se habla de la conformación de un parlamento comunal alternativo. Al estilo de como ya aplicara antes la misma estrategia frente a “victorias” de la oposición con el protectorado de Miranda o el virreinato del Distrito Capital.

Si seguimos interpretando las intenciones y capacidades del otro con base exclusiva en nuestras propias teorías o deseos, que difieren tanto de las verdaderas intenciones y capacidades del chavismo, no acertaremos nunca al intentar entenderlo ni mucho menos al tratar de derrotarlo. No nos daremos cuenta por ejemplo de que en términos reales (no en cuanto a “mariconadas burguesas” que sólo están en nuestras mentes), la revolución no ha retrocedido un milímetro, todo lo contrario. Y que cada victoria opositora en la práctica no se ha manifestado ni en una gran pérdida de poder real para la revolución ni en una ganancia apreciable para la oposición.

El chavismo tan sólo ha tenido que administrar los medios que tiene a su disposición para responder tan elegantemente como ha podido (o querido) de acuerdo a sus propias capacidades y a las particularidades de cada coyuntura. Y ha sido tremendamente exitoso haciéndolo. Cuando opta por “ceder” a alguna “victoria” institucional o electoral de la oposición, lo sólo hace porque para la oposición y para la siempre suficientemente indiferente comunidad internacional, ese gesto parece muy valioso y significativo. Aunque para la revolución representen migajas despreciables de acuerdo a su forma de entender y administrar el poder real. Porque al final lo que le interesa, muy acertadamente, es sólo esto último.

No me lo tomen a mal, las “mariconadas burguesas” lo son para quienes desde el chavismo ostentan el poder, no para mí, seguramente tampoco para buena parte de la oposición. La separación e independencia de poderes, el imperio de la ley en un estado de derecho, la libertad de expresión y de asociación y las elecciones democráticas, son tan valiosas como puedan serlo. Es decir, tan valiosas en cuanto en la práctica representen efectivamente algo. Y más allá de los constantes intentos de endiosamiento de la regla de la mayoría, la democracia y aún más las instituciones republicanas, tienen un mérito incuestionable, tal vez el único: evitar el constante derramamiento de sangre en la lucha por el poder. Esta afirmación nos acerca al punto que intento hacer en estas líneas.

Hasta ahora no he terminado nunca una discusión en la que no se conceda la tesis de que el chavismo nunca va a ceder nada en términos reales a menos que la situación real así se lo exija. Como ocurrió con el Chávez secuestrado por la fuerza dimitiendo ante sus captores. Al llevar este razonamiento a sus últimas consecuencias lógicas, sin importar qué caso particular estemos tratando (referendo, elecciones, Asamblea, etc.), o qué año de estos 17 sea, los argumentos suelen ser siempre de la misma naturaleza. “De todas formas no hay que perder los espacios”, claro, en especial si una vez conquistados continuaran siendo relevantes en la práctica y no como la Asamblea Nacional cuya utilidad parece condenada a servir de fondo a los selfies de todos mis amigos políticos, porque ya cedió en el primer pulso con el ilegítimo TSJ, y en el segundo, y en el tercero... “Eventualmente pasará algo, la gente no se va a calar esto”, pues sí, seguramente, a menos que los mandes a sus casas a tocar la cacerola, luego a entretenerse firmando, luego votando, luego de nuevo a las cacerolas. “Cuando bajen los precios del petróleo esto será insostenible”, pues sí, como lo es ahora, sin luz, medicinas o alimentos, sin valor de la moneda, con saqueos sucediéndose unos a otros a diario en todo el país y sin embargo el comodín del Armagedón nunca llega. Como no ha llegado en Cuba luego de más de 60 años en la total miseria y sin la esperanza de que una subida repentina del precio del petróleo dé la vuelta completa a la situación y volvamos a la bonanza clientelar y populista. “Un sector de la fuerza armada le va a poner un para’o a esto en algún momento”, ni sería deseable, ni pareciera ser realista, una vez que quienes no se auto-depuraron parándose a protestar en una plaza, o fueron purgados hace tiempo por el régimen, cuentan hoy con un extenso prontuario nacional e internacional y están tan inmersos en el entramado de corruptelas y narcotráfico, que jamás usarían sus armas contra la revolución que los cobija y que los mantiene alejados de algún calabozo de la DEA.

Es decir, pareciera que no se resiste a una discusión larga y atenta el que se termine admitiendo que lo que poco a poco se pueda ir haciendo, aunque en términos de poder real no represente nada más que un cariñito a nuestras mentes burguesas, se hace igual a la espera de que desemboque en una situación límite, en la que un equilibrio real de poder fuerce el brazo a la revolución y la lleve a claudicar. Pero de esta situación límite nadie habla ni mucho menos nadie pretende incentivarla ni liderarla a buen término.

Pero esta situación nunca llega y el liderazgo opositor se siente cada vez más cómodo apoltronado esperando. Y no sólo es que la situación límite no llegue, sino que desde la oposición se previene, desincentiva y canaliza hacia otras actitudes que nada suman a la consecución de poder real. Entiendo que en una posición de liderazgo no sea nada fácil el que esté en tus manos la explosión y explotación de esa situación límite. Exceptuando a un psicópata esa responsabilidad no sería sino apenas soportable. Requeriría de actitudes y aptitudes, pero en especial de agallas, que muy pocos cuentan entre su inventario. El único notable que se acercó a esto, Leopoldo López, se pudre hoy en una cárcel desde hace más de dos años porque no contó con el apoyo del resto del liderazgo opositor y porque tuvo además la valentía doble de sacrificarse como ejemplo de su propuesta de lucha pacífica. Que hay que aclarar que no significa que no haya violencia, sino que la violencia sea sólo desde el gobierno contra los rebeldes, a la espera de que esta injusticia provoque una rebelión a gran escala. Independientemente de si a algunos esto le parezca estúpido o a otros le evoque la grandeza de Gandhi, debe reconocerse que es un líder que supo tomarle el pulso a la situación y acompañarlo con agallas en su actuación. Las otras acalladas voces que van en este mismo sentido, hoy están también o presas o condenadas al destierro, no por el chavismo sino por la sacrosanta MUD, que los injuria con el manoseado epíteto de “radical”, que eso sí no osarían imputárselo al gobierno no vaya a ser que pierdan el voto del pueblo o las comodidades de ser la oposición oficial. El resto del liderazgo, cómodo con que hayan sido otros los que ensayaron aquello y viviendo de los presupuestos públicos asociados a su nuevo cargo electo (al igual que sus asesores reales o virtuales que también tienen familias que alimentar, o a los fieles militantes para quienes siempre se encontrará algo debajo de la mesa), sigue, como no, ganando espacios. Espacios que una vez ganados dejan de servir para algo más que para ellos mismos, y mientras, pues siguen esperando…

Esperando que alguien más, o algo más, precipite la situación y los encuentre a ellos en el escenario más conveniente, para asegurar así el poder seguir cómodamente mamando de la teta del Estado pero ahora dirigiendo la sexta república. Bien sea otro Leopoldo López, o la “radical” de María Corina Machado, o masas anónimas de guarimberos indignados, o de saqueadores al borde de la desnutrición provocando un nuevo caracazo, o un grupo de militares alborotados (sabrá Dios con que intenciones), los que carguen eventualmente con la responsabilidad y la culpa de precipitar la situación. Porque saben muy bien, aunque no lo digan en público, que el chavismo con las presiones sociales, económicas o político-burguesas no es que se desinflará espontáneamente y se desintegrará dejando una montañita de polvo, sino que a raíz de estas fuerzas se desembocará en una situación límite de hecho, que ahora sí representará en términos revolucionarios una amenaza real y comparable a su poder y que podría hacerle frente, sino de igual a igual, al menos en el mismo orden de magnitud y jugando al mismo juego.

Las instituciones democráticas y republicanas, que no debemos olvidar sólo se lograron a sangre y fuego frente al poder despótico, solamente funcionan en sociedades que tienen un equilibrio de poder real y en la que todos los incentivos hacen sumamente costoso a todos los actores salirse del marco institucional. La realidad venezolana de hoy no tiene absolutamente nada que ver con eso. Y por lo tanto no se puede hablar en términos de victorias o estrategias democráticas o institucionales como si estuviésemos hablando sobre aquellas otras sociedades, que evitaron más derramamiento de sangre al reconocer, fortalecer y respetar esas instituciones. En la Venezuela del 2016 estas instituciones ya no existen y para quienes ya tienen el poder real no representan límite alguno, son apenas merecedoras de su atención. Y obviamente no los contienen en su práctica de seguir derramando más sangre de inocentes por acción u omisión, o de continuar la destrucción del país a un ritmo cada vez más acelerado. Recuperar estas preciadas instituciones no es ni fácil, ni gratis, ni exento de dolor, pero además parece que necesitaríamos líderes más parecidos a Bolívar, Washington, Churchil, Jefferson o el mismo Gandhi, que a los políticos profesionales de la MUD.

Esta parece ser la calidad del liderazgo opositor que sufrimos. Con muy pocas agallas y visión como para articular la situación límite que, con la voz bajita, tanto anhelan que les caiga del cielo y les termine beneficiando sin pretender dar mucho a cambio. Una situación que admiten sería la única posibilidad, pero que no tienen la valentía de liderar y canalizar de la mejor forma posible. Esta no parece ser la alternativa preferida, sino seguir esperando. Mientras tanto la gente como siempre sigue muriendo a manos del hampa y sometida a un gobierno tiránico y a la pobreza, a la vez que es entretenida con espejismos, promesas y medias verdades de sus acomodaticios líderes. Sólo que ahora ya no hay medicinas, o alimentos, o energía eléctrica, pronto no habrá internet, o televisión por cable o satelital o billetes con los que conseguir lo poco que aún quede a la venta. Parece confirmarse aquella vieja reflexión de que la lucha política nada tiene que ver con las necesidades de la gente, sino con los intereses de sus élites.

Tal vez luzca paradójico pero hasta un esclavo es libre, pues nadie puede quitarle la decisión entre mantenerse en la servidumbre o sufrir las consecuencias de intentar remediarlo así le cueste la vida. Tal vez sea el momento de que el liderazgo político se plantee explícita y honestamente este dilema y que como verdaderos líderes se lo planteen también con honestidad a la sociedad venezolana. Y debe ser pronto, mientras aún podamos conservar algo de dignidad, humanidad o al menos de fuerzas vitales con las que decidir si seguimos siendo esclavos o intentamos dejar de serlos.

Entonces exactamente ¿Qué estamos esperando?

Luis Luque

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jueves, 14 de abril de 2016

Sobre la discriminación laboral asociada al género


 Conozco a algunas mujeres que han trabajado en pozos petroleros, pero por cada una de ellas conozco a varias decenas de comunicadoras sociales, psicólogas, arquitectas, licenciadas en idiomas, educación infantil, etc. El supuesto problema de la igualdad de género se refiere a una tendencia estadística general, más que a casos particulares, en la diferenciación entre hombres y mujeres acerca de los tipos de trabajos que realizan y la remuneración que obtienen a cambio. Cuando en promedio las preferencias de las mujeres son significativamente mayor que la de los hombres hacia carreras menos productivas o menos riesgosas (y por lo tanto menos remuneradas), tiene todo el sentido del mundo que estadísticamente se observe una brecha en la remuneración. Por otro lado si comparamos en cambio trabajos idénticos y teniendo en cuenta la obviedad biológica de que las mujeres se embarazan y los hombres no, y que además en el marco regulatorio laboral típico se suele ofrecer por ley muchos más días de reposo y beneficios a la mujer que al hombre por esta razón, también es lógico que, en términos generales para un empleador, el contratar a una mujer conlleve asumir un riesgo adicional de menor productividad respecto a contratar a un hombre. Si a esto sumamos que es más probable que una mujer se retire en edad productiva a que lo haga un hombre para dedicarse a su familia, o que suelan escoger trabajos con mayor flexibilidad laboral para conciliar su carrera con la vida familiar, se tiene una tendencia en el mismo sentido: ofrecer un salario inferior para compensar el riesgo.

Si esto no nos gusta, está bien, pero no se pueden desconocer las leyes económicas, ni tampoco se debería denunciar a priori una actitud machista deliberada como su causa. Sí se puede en cambio luchar contra las leyes de los parlamentos que con ánimo de discriminación positiva obliga a los empleadores a tener que discriminar negativamente. También se podría luchar contra la extendida costumbre de que en la educación familiar se suela alejar a las niñas de las carreras que tradicionalmente gustan más a los hombres, o incluso de fomentar por igual en niños y niñas la importancia de un equilibrio apropiado entre la familia y la profesión. En fin, no tiene por qué ser un tema de machismo, ni de presuntas diferencias en cuanto a las capacidades o éticas del trabajo entre hombres y mujeres, sino una respuesta espontánea de la sociedad frente a asumir los riesgos en cuanto a una diferencia de la productividad, que es inducida por patrones culturales tradicionales y por una regulación discriminatoria que suele ser puramente ideológica y que tiene los resultados contrarios que la motivaron.


Los temas que plantean las investigaciones sobre las diferencias en ingresos y tipos de actividad laboral entre hombres y mujeres son muy válidos. Tanto por ser muy interesantes como temas de estudio, como por el hecho de que mucha gente identifica las diferencias observadas como un problema social. Sin embargo creo que, como con muchos otros temas sociales, este es uno que tiende a politizarse por la gran sensibilidad en torno a él y los muchos votos que puede generar cualquier iniciativa que, aunque no resuelva el problema o incluso lo agrave de forma indirecta en el largo plazo, nominalmente proclamen solucionarlo.

Mi calificación de “supuesto” problema es en un sentido muy especial, en ningún caso se motiva en intentar negar el fenómeno, sino por cuestionar su calificación como problema. Y es que en cuanto al tipo de soluciones que generalmente se plantean, casi en su totalidad: (1) no reconocen las causas que originan este fenómeno (y por tanto no las atacan); (2) no se termina de aclarar por qué este fenómeno es efectivamente un problema (en vez de más bien una condición natural que tal vez no nos guste); y, tal vez lo más grave, (3) no identifican cuáles serían las verdaderamente problemáticas consecuencias no deseadas de la adopción de muchas de las políticas con las que se pretende “resolver” el problema (muchas de ellas rayando incluso en la ingeniería social).

En el primer aspecto, muchas veces el complejo conjunto de causas del fenómeno termina siendo caricaturizado, por políticos de izquierda y feministas mayoritariamente, como una actitud machista generalizada imperante en la sociedad. Si bien algo de esto lamentablemente existe, especialmente en ciertas culturas, no creo que hoy en día en nuestras sociedades sea una tendencia con un impacto comparable a que, por fuerza de ley, se encarezca a todos los empleadores de una jurisdicción el contratar a una mujer frente a un hombre. Si por influencias culturales (que existen) y por realidades biológicas (que también existen) es más probable que, en igualdad de todas las demás circunstancias, una mujer abandone su trabajo temporal o definitivamente para dedicarse a la vida familiar, siendo la tendencia económica que la remuneración corresponda a la productividad esperada, la consecuencia es que al ser la mujer percibida como potencialmente menos productiva, tenga una remuneración menor a la de su par masculino para compensar esto. Que un empleador decida pagar lo mismo a un hombre que a una mujer con exactamente las mismas capacidades, es porque decide asumir plenamente el riesgo de una menor productividad en el segundo caso. Esto sucede e incluso podría incentivarse a través de la presión de los consumidores (“sólo compre de empresas solidarias con la igualdad de género”), pero a nivel generalizado no parece ser una tendencia que pudiera extenderse de forma generalizada, en especial si los consumidores tienen que pagar mucho más de lo que están dispuestos para apoyar ese modelo empresarial. Si sostener arcaicos valores machistas puede ser una causa, la actual legislación laboral en la gran mayoría de los países también lo es, así como también lo son la asimetría en la selección de profesiones, el rol tradicional de hombres y mujeres en la familia y en la actividad económica, la diferencia en cuanto a tolerancia de riesgos o esfuerzo físico, etc. Reducirlo tan sólo a una actitud machista deliberada y generalizada, obviando el resto de las causas, es tan simplista e inconsistente como la teoría de la lucha de clases marxista.

En el segundo aspecto, pareciera que se descartase desde un primer momento que, si efectivamente los hombres y mujeres somos distintos desde una perspectiva biológica hasta una de carácter más socio-cultural (que podría cuestionarse, pero siempre con cautela evitando caer en reduccionismos y evitando despreciar el conocimiento social existente en la tradición), entonces esto pudiera producir que, bajo un esquema de división del trabajo, ciertos empleos puedan ser más productivos a cargo de hombres que de mujeres y viceversa. Es decir, si evidentemente no nacimos iguales y no fuimos criados iguales, tiene sentido que no todo el mundo sirva igualmente para todo. Esto, que sin distinguir en cuanto a género, es la base de la división del trabajo en cualquier sociedad asentada en intercambios voluntarios, podría extenderse al tema de género si acaso fuera posible identificar rasgos característicos comunes entre todos los hombres por un lado y todas las mujeres por el otro en una sociedad. Y estos rasgos en alguna medida diferenciadores entre hombres y mujeres tendrían un componente biológico y otro cultural. Y dentro del componente cultural podríamos a la vez distinguir entre aquellas que cumplen una función social y aquellas que no. Las que cumplen una función social son positivas porque sostienen el actual modelo social exitoso frente a la menos exitosa alternativa en caso de no tenerlas (por ejemplo que algún progenitor preste más atención a la gestión familiar). Aquellas que podríamos calificar de negativas serían las que no permiten o bloquean la transición hacia un modelo social aún más exitoso que el actual (pareciera claro que prohibir a las mujeres ir a la universidad). Si el proceso de evolución social eliminara a estas últimas, cabría preguntarse ¿es realmente un problema que individuos distintos hagan aportes distintos a la sociedad y por tanto sean recompensados de forma distinta? Parece claramente un caso particular de la más general desigualdad (material) de la que tanto provecho saca la izquierda electoralmente. Pero que si lo analizamos desde una perspectiva científica, es decir dejando de lado juicios de valores, tampoco se sostendría como un “problema” sino como una obvia realidad, que puede no gustarnos como no nos gusta el no poder teletransportarnos. Puede que no nos guste que el x% gane mucho más que el y%, pero esto sólo significa que la sociedad valora más el aporte (y el tipo de aporte) que hace el x% frente al que hace el y%. Ante esto habría dos opciones, reducir la desigualdad haciéndonos a todos un poco más pobres, o aceptar la realidad y dejar que los más pobres sean cada vez más ricos, independientemente de cuánto más ricos se hagan los ricos. Este caso es similar.

Al desvestir el tema de juicios de valor, y una vez desechados aquellos aspectos que utiliza la sociedad para asignar roles y trabajos pero que no cumplen una genuina función social (por ejemplo que sólo sea la mujer que limpie y cocine la casa), es posible percatarnos de que si el mercado laboral percibe diferencias inherentes entre hombres y mujeres, es sólo natural que esto se traduzca en división del trabajo y en diferencias de remuneración. Tal vez el problema esencial sea que estas diferencias percibidas hoy no se corresponden con las diferencias legítimas biológicas y culturales, sino que respondan más bien a principios que no cumplen una función social y que por lo tanto deberían ser purgados. Y esto es lógicamente un tema de valores que debería solventarse desde la educación (no desde el gobierno). Por ejemplo corregir que aún conservemos costumbres atávicas que predispongan el desarrollo de talentos y preferencias y la asunción de roles en función del sexo. Que por cierta predisposición cultural que no parece tener mucho sentido los padres compren muñecas a sus hijas y Legos a sus hijos, reduciendo las posibilidades de que descubramos que el talento y la preferencia para muchos (o tal vez todos los) roles, no tienen nada que ver con diferencias biológicas o culturales positivas de género. Pero debe entenderse que de ser esto así, lo legítimo es atacar las causas en el ámbito correcto (el privado, en la familia y en la comunidad) y permitir que se revelen en el largo plazo las posibles diferencias reales entre hombres y mujeres en el ámbito laboral y familiar; y no que dada la situación actual se obligue al desconocimiento de diferencias que de hecho existen (biológicas o las inducidas culturalmente, legítimamente o no) que tienen de hecho un impacto en el desempeño laboral de hombres y mujeres hoy en día. De llegar a darse este escenario ideal, sin distorsiones producto de la legislación y abandonando criterios que no cumplen una función social, cabría preguntarse si sería un problema que descubriésemos que hombres y mujeres se desempeñan de forma distinta en distintos roles familiares y laborales y que la sociedad así lo reconoce favoreciendo una particular división del trabajo que tome en cuenta el género como factor de influencia. ¿Consideraríamos esto un problema? ¿Le atribuiríamos la etiqueta de feminista o de machista y nos empeñaríamos en cambiarlo?

En el tercer aspecto, las políticas de igualdad de género, así como las que supuestamente tratan de reducir la desigualdad material, tienen mucho en común en cuanto a que suenan muy bien en una campaña electoral, por la sensibilidad y poca reflexión de los votantes, pero terminan generalmente agravando el (supuesto) problema que se quiso explotar políticamente y generando verdaderas desigualdades e injusticias en su periferia. Si partimos de dos supuestos: (1) que por una realidad biológica (innegable) y por un tema cultural (en alguna medida cuestionable), resulta que se percibe generalmente a que las mujeres conllevan un mayor riesgo de ser menos productivas para un mismo trabajo; y (2) que por otra parte, hay una oferta asimétrica de hombres y mujeres para distintos trabajos, producto posiblemente también de ambas caras de la moneda (la biológica y la cultural); podemos entonces analizar las consecuencias indeseables de algunas políticas típicas que en principio suenan muy bonitas en campaña electoral. Por ejemplo, si por ley decretamos que para un mismo cargo hombres y mujeres deben recibir la misma compensación, incentivamos al empleador (que percibe como potencialmente menos productivas a las mujeres para un cargo particular) a que contrate a menos mujeres porque cree que estaría pagando lo mismo por una menor productividad, dejando así a muchas mujeres sin empleo. Si en cambio obligamos entonces a que exista un mismo número de mujeres que de hombres en una empresa (¿en el mismo cargo? ¿Y si no se necesitan números pares de personas en cada cargo? ¿Se obligaría a tener a múltiplos de dos personas por cargo?... la regulación podría ponerse tan absurda como se quiera…), al verse forzado el empleador a pagar por lo que percibe será menos productividad, entonces será menos rentable su negocio y posiblemente tendería a bajar los salarios que ofrece a todos por igual para poder mantener una ganancia. Además si el empleador percibe más o menos productivos a hombres o mujeres para un cierto cargo, y se le obliga a contratar a un mismo número de cada uno de ellos, siempre percibirá que en algunos casos paga más por algo que no obtiene, o podría llegar incluso a no poder aumentar su nómina por ser incapaz de encontrar a suficientes hombres o mujeres para un cargo, cuyo ejercicio goza de desigual preferencia según el género. Y al no poder pagar más a mujeres por trabajos en los que hay poca oferta femenina (o viceversa), no podrá corregir esta distorsión (es decir, incentivar a más mujeres u hombres a dedicarse a algo que no suele gustarles por ofrecerle mayor remuneración). Si en cambio decidimos por ley dar beneficios laborales a las mujeres para que puedan dedicarse a tener hijos y/o a criarlos, estaríamos oficialmente aumentando por decreto su costo laboral a la vez que reduciendo su productividad, el resultado sería, como en el primer caso, mayor desempleo femenino. Si en cambio igualamos por ley los beneficios laborales a hombres y mujeres que tengan hijos, es decir llegando a dar incluso baja pre y post parto, de lactancia, etc. a los hombres que serán padres, entonces el incentivo sería que se contraten menos personas casadas, en edad o con la intención de formar una familia. Este análisis puede hacerse tan extenso y exhaustivo como se quiera, no sólo a nivel laboral sino también en cuanto a la educación. Toda legislación tiene beneficios inmediatos aparentes, pero costos ocultos a largo plazo que no se analizan ni mucho menos se publicitan en una campaña electoral. Vale acotar que en muchos casos la oposición tampoco se empeñaría en resaltar los costos de estas políticas sostenidas por sus adversarios, ya que perderían votos por ser impopular o políticamente incorrecto el hacer notar estos efectos nocivos. Tenderían entonces a emularlas para intentar arrebatarle votos a la competencia de ese pedazo del electorado tan sensible como poco reflexivo sobre estos temas.

¿Cuál es la solución? Primero ser sensatos en cuanto a si el problema es o no un verdadero problema y si lo fuera, determinar con precisión en qué aspectos y en qué medida. ¿Vamos a darnos por satisfechos sólo cuando haya un equilibrio perfecto en cada rol, en cada empresa, a cada nivel? ¿Creemos honestamente que esto es posible? ¿O en algún punto estaremos dispuestos a decir: “hmmm cómo que sí somos distintos y esa diferencia puede expresarse en infinidad de formas”? En este paso deberíamos poder identificar actitudes genuinamente machistas, que no cumplen una función social, y corregirlas mediante presión social (educación y rechazo de actitudes nocivas), pero no con una “policía de la igualdad”.

En segundo lugar deberíamos deshacernos de toda regulación discriminatoria, positiva o negativa, que incentive o desincentive contratar de acuerdo al género. Y dejar que la libertad y la competencia hagan el resto. Ningún empleador podrá competir manteniendo posturas absurdas de discriminación extraeconómicas de cualquier tipo. Eventualmente cambiará de opinión o será sustituido por otros que no lo hagan (y que por no hacerlo serán más exitosos) y la sociedad aprenderá y enseñará qué tipo de discriminaciones son un sinsentido. Además la presión de los consumidores podría tener también un impacto importante. En el camino descubriremos si en algunos roles los hombres y mujeres somos efectivamente distintos y cuál debe ser la remuneración (pecuniaria en el ámbito laboral o de reconocimiento social en el ámbito familiar) para cada caso. Y tendremos que vivir con ello, como yo mismo vivo con el hecho de que es improbable que me convierta en modelo, cantante de rock o babysitter o que en alguna de estas profesiones pueda hacerme rico. Es decir, descubrir si la preferencia de estudiar ciertas carreras o de contratar para cierto cargo a un género en específico, no era una discriminación en su connotación negativa, sino el aprovechamiento de ventajas competitivas asociadas al género, a la vez que desechar aquellas distinciones que sí probaron ser discriminaciones en un sentido negativo e insostenible por no asegurar el éxito del modelo social que espontáneamente se generalice.

Tercero, vamos a analizar con sensatez los valores con los que educamos a nuestros hijos. Los valores tradicionales tienen un gigantesco cúmulo de conocimiento social que seguramente incluye, sin darnos cuenta, las soluciones a buena parte de estas cuestiones y por esto tienen un incalculable valor (superior a cualquier alternativa racionalista diseñada explícitamente por algún grupo de sabios, o en su defecto por políticos con intereses), pero eso no significa que no puedan actualizarse a través de la experimentación con nuevos modelos en novedosas circunstancias sociales. Pero esto debe hacerse espontáneamente dentro de la sociedad, no forzado desde el gobierno. Porque entonces no sería experimentación social tendiente a seleccionar naturalmente las mejores tradiciones en cada momento sobre aquellas que probaron ser menos apropiadas. Sino que sería una imposición artificial desde el poder político que no nos permitiría descubrir cuáles son las mejores tradiciones porque se nos prohíbe desde un primer momento experimentar con ellas. Hacer ingeniería social (imponer a la fuerza un diseño racional de sociedad) pasa por creer que se tiene tanta razón en cuanto a lo que se quiere imponer, que es legítimo usar la violencia para hacerlo. La experimentación social en libertad en cambio pasa por abandonar esta arrogancia, aceptar que ningún planificador tiene todas las respuestas ni los grados de certeza como para imponerlas con violencia desde el gobierno, y dejar a la gente que experimentemos, nos equivoquemos y que demos por nuestra propia cuenta con las respuestas correctas en el largo plazo. En el camino se cometerán injusticias, por supuesto, pero por el mero hecho de no cometerlas sistemáticamente a través de la fuerza desde el poder político con regulaciones que sólo tienen un buen resultado electoral o que son producto de la arrogancia intelectual de un planificador, siempre serán menos costosas en términos humanos y habrá muchas más alternativas para evadirlas y corregirlas.

Luis Luque

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