viernes, 26 de agosto de 2016

Liberal… hasta que soy conservador


La burka, el burkini y otras prendas...

Si este artículo tratara sobre economía pudo haberse titulado "Liberal… hasta que soy progresista" y prácticamente conservar intactos todos los argumentos. Todavía más fácil sería que me refiriera aquí a la prostitución, al uso recreativo de drogas, al matrimonio homosexual o incluso al suicidio. En este sentido bastaría prácticamente con "copiar y pegar" para sustituir por ejemplo "vestir burkini" con "vender su propio cuerpo".

Ser liberal es complicado. Requiere de una capacidad intelectual importante y de una fortaleza moral incluso mayor como para, por un lado, entender la humilde posición que como individuos tenemos ante la imposible pretensión de planificar el orden social como nos gustaría (tanto en lo económico como en lo moral) y, por el otro, para aceptar con templanza esta innegable realidad y saber cómo canalizar de manera apropiada la ansiedad que esto genera a nivel individual. Sólo un liberal es capaz de entender y aceptar que la libertad debe imperar en todas las dimensiones humanas y sociales y no sólo en aquellas en las que no nos importa cuáles sean sus efectos. Los más cercanos al conservadurismo tienen esto difícil al lidiar con temas no muy materiales de la moral personal, mientras que a los más progresistas les sucede otro tanto con aquellos que se refieren más bien a las condiciones materiales de sus pares. Para ambos casos, la obligada separación prácticamente clínica entre lo que es la moral personal y por otro lado lo que debería ser la Ley (y la política, que hoy por hoy desgraciadamente es el arte de utilizar la fuerza para hacer pasar por Ley lo que no es) es muy difícil. Y es que al final un verdadero liberal es sólo quien logra reconocer esta necesidad y que puede gestionarla personalmente tanto a nivel ético como político.

Yo mismo comparto muchos valores morales que suelen ser popularmente asociados con la izquierda o con la derecha. Es decir, creo de manera absoluta y vehemente en una buena cantidad de principios de carácter moral que considero no sólo buenos para mí sino también para el resto de la humanidad. Y de hecho no renuncio a ejercer un importante activismo en favor de estos principios que altamente valoro. Esto no es en absoluto contradictorio con mi posición ideológica liberal. Que me parezcan la prostitución y el uso de la burka o el burkini inmorales, o que crea que la solidaridad y el altruismo son virtudes que intento incorporar en mi vida y que así lo enseñaré a mis hijos (y a quien quiera prestarme atención), no implica que deje trascender estos principios fuera del plano de mi moral personal al de mi acción política, ni que crea legítimo intentar imponerlos con la fuerza a todos los demás mientras, de paso, pervierto la esencia de la Ley en el camino.

Como buen liberal entiendo que no podemos conocer una moral universalmente válida a pesar de estar adherido intransigentemente a la mía propia y, por tanto, sé que no es correcto imponer una moral particular por la fuerza intentando confundirla con la Ley y usando la política para ello. Entiendo que en el plano moral se impone la experimentación social dentro de lo que no prohíbe la verdadera Ley y que sólo un largo proceso de decantación de normas nos permitirá ir descubriendo poco a poco qué era lo correcto. Entiendo que la lucha por difundir mis propios valores morales debe basarse en la persuasión y no en la imposición, en el debate ético y no en el debate político. Y que la victoria final de mis principios dependerá de mi capacidad persuasiva, de la educación que dé a mis hijos y de la eventual masificación de aquellos si acaso una larga experiencia llega a demostrarnos con el tiempo que su práctica generalizada era socialmente exitosa en el largo plazo, es decir, que no sólo servían estos principios para guiar mi vida sino también la de todos los demás.

El uso de la burka y ahora del burkini lo considero abominable en cuanto a lo que a la dignidad de la mujer se refiere. Y podría escribir páginas acerca de por qué así lo creo desde un punto de vista moral e incluso por las nocivas implicaciones sociales que podría prever a partir de esta práctica generalizada. Pero prefiero más bien escribir estas líneas porque a muchos se nos olvida que debemos poner por encima de nuestros personales juicios de valor el hecho de que, si a una mujer no la obligan por la fuerza a usar estas prendas de vestir, ni yo ni nadie puede ni debe hacer nada al respecto mediante la Ley y la política. Con cualquier herramienta privada y no coactiva me apunto a hacer activismo desde el plano ético y religioso en contra de esta indignante tradición que cosifica y oprime a millones de mujeres en el mundo musulmán y ahora en algunas comunidades en occidente. Sobra además decir que para los casos en que efectivamente se fuerce a una mujer a usar estas prendas en contra de su voluntad debe caer todo el peso de la Ley contra el agresor, de la misma forma en que igual tratamiento merecería la policía francesa por multarlas y obligar a quitárselas y a los políticos galos por osar decretar una norma tan ajena y contraria al espíritu occidental. Pero si no hay coacción y, por tanto, tampoco agresión real, considero inmoral y además profundamente ilegítimo recurrir a la violencia del Estado para prohibir o imponer una práctica que no viole el derecho de un tercero por el sólo hecho de que no me gusta, aunque tenga razones muy válidas para que así sea.

Una consecuencia inevitable de la libertad es que terceros hagan cosas que no nos gustan y que además las hagan por razones que nos parecen absurdas, irracionales o inmorales. Pero mientras no se transgreda la Ley –la de verdad, no la que los políticos caprichosamente redactan en los parlamentos- este es el precio que tenemos que pagar por los infinitos beneficios de la libertad. Confío en la superioridad moral de los valores liberales occidentales y sólo por esto sé que pueden y deben competir con sistemas éticos arcaicos y denigrantes sin tener que recurrir a la violencia propuesta por los políticos, al cierre de las fronteras, al racismo o a la xenofobia. Y también sé que optar por estos instrumentos es contrario a la tradición liberal que nos ha traído a dónde estamos y que debido a esto, lejos de protegerlos como claman los políticos, más bien los erosionan. En este plano cobra mucha validez el refrán popular de que la violencia es el arma de los que no tienen razón, pues sólo un pobre sistema ético y tradición moral condenados a la extinción son los que deben mantenerse con las armas. Ya la verdadera Ley que se impone con violencia legítima en cierta medida en occidente, incorpora los principios éticos occidentales más fundamentales y al resto, simplemente, lo llamamos libertad individual.

Hay que recordarle a los desorientados que intentan engañarse a sí mismos y a los demás, apelando a barrocas y contradictorias vueltas argumentativas, que no se tiene una actitud liberal cuando se intenta justificar el que se  apele por la política para resolver los problemas sociales con base en una supuestamente no tan libre decisión de hacer o no hacer algo (por ejemplo, vestir un burkini en una playa) o, de forma equivalente pero por la izquierda, al concluir que alguien no sería tan libre si no tiene la capacidad real de hacer o no hacer algo (por ejemplo, comprarse una vivienda), incluso cuando no haya violencia, ni amenaza, ni agresión de por medio. Esta práctica de defensor de la libertad según el tema, es simplemente la típica actitud de un conservador al tratarse de un problema de la moral tradicional o de un progresista cuando tiene que ver con un problema moral que tenga implicaciones económicas. Y tampoco debe olvidársenos que las soluciones que aquellos proponen para salvaguardar esa supuesta “libertad”, necesariamente atenta en contra de la verdadera libertad de los ciudadanos. Cualesquiera que sean los poderosos factores subjetivos en la mente de una persona o sus posibilidades materiales un poco más objetivas, que orientan la actuación del individuo, mientras la coacción ilegítima no se encuentre dentro de dichos factores, no hay nada que pueda hacerse con legitimidad desde la política o la regulación sin erosionar las verdaderas libertades de los ciudadanos y llevándose por delante los valores occidentales fundamentales. En la esfera de la libertad individual, acotada correctamente por la verdadera Ley, sólo cabe el debate ético y la persuasión. Cualquier otro instrumento coactivo, sin importar su carga moral, consenso social o consideraciones utilitaristas, es completamente ilegítimo. La verdadera libertad individual es la ausencia de coacción ilegítima y no debe deformarse este preciado concepto de la tradición liberal occidental con otras acepciones retóricas de libertad. No le falta libertad a quien despilfarra pero no ahorra ni trabaja y entonces no puede costearse todo lo que quisiera, ni tampoco le falta libertad a quien lleva en su mente el peso de una cultura que lo influencia enormemente al valorar sus propios fines de una manera u otra, incluso si esa influencia la encontramos incompatibles con nuestros propios valores, nos parezca una pesada e injusta cadena –en sentido estrictamente metafórico- y la repudiemos asqueados.

El liberal defiende su moral particular en el plano ético pero no en el político, porque sabe que no le es legítimo imponérsela a alguien más. Y confía en que si se respeta la verdadera Ley –en vez de pervertirla para favorecer morales particulares o intereses de grupos- los principios morales correctos (sean o no los suyos pues no hay manera de saberlo a priori con certeza) se generalizarán a la larga luego de un dilatado proceso de experimentación social en un marco de plena libertad. A nivel privado la sociedad cuenta con infinidad de instrumentos no coactivos para hacerle costoso a alguien el transgredir las normas morales generalmente aceptadas en una comunidad y esto favorece el cambio cultural. La educación, la religión, la asociación, el prejuicio, la discriminación, el repudio, etc. son sólo algunos de los mecanismos que, sin recurrir a la violencia privada o del Estado, sino más bien haciendo pleno uso de la libertad individual que valoramos y defendemos en occidente, pueden utilizarse de forma legítima para favorecer o rechazar ciertos tipos de conductas que, aunque no violen la Ley, podamos considerar moralmente inaceptables. Un liberal debe aceptar y conformarse con este tipo de instrumentos privados para llevar a cabo su activismo ético o religioso y, en ningún caso, debe optar por la vía fácil de pedir a otros que utilicen la violencia para imponer su privada y particular visión moral a otros. Esta necesaria división entre política y ética, entre moral y Ley, es más necesaria que nunca en estos tiempos en que se pretende ingenuamente que sea el Estado el que haga “buenos” a sus ciudadanos. En una época en la que, por un lado, parece haberse abandonado toda cuestión ética y moral de la sociedad a los políticos y, por el otro, en la que muchos quieren imponer con el totalitarismo de la corrección política una neutralidad moral en la vida cotidiana de las personas que no osan exigir al propio gobierno. Mientras tanto se hace un uso instrumental de la democracia para imponer a todos las visiones morales y los intereses de los grupos de presión más fuertes y mejor organizados. Así estamos y peor estaremos si no logramos volver a trazar nítidamente esa importante línea que muchos en ciertos ámbitos, dependiendo del gusto, intentan difuminar: la que debe separar la Ley de la moral personal. Una distinción que, al menos esperaríamos, los liberales la tuviéramos muy clara.

Luis Luque

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sábado, 20 de agosto de 2016

Dimensiones del Análisis Social (1 de 3)


Gustos, Moral, Ley, Política, Economía e Ideología
(y una introducción al liberalismo clásico)

Este ensayo de tres partes trata fundamentalmente de resaltar la importancia de separar claramente las diferentes aproximaciones que, en un análisis o debate de cualquier cuestión social, cabe hacer desde muy distintas perspectivas. Es decir, la diferencia entre enjuiciar una realidad social de acuerdo a: 1) nuestros propios gustos, preferencias, sentimientos e intereses particulares; 2) en función a los prejuicios morales con los que definimos para nosotros mismos lo bueno y lo malo; 3) según lo que suponemos debería ser la ley de obligatorio cumplimiento para todos; 4) de acuerdo a las distintas consideraciones políticas que vengan al caso en una determinada coyuntura; 5) lo que al respecto del caso discutido puedan decirnos con fría objetividad las ciencias sociales; 6) por último, lo que un sistema ideológico pudiera aportar al debate.

La motivación de mantener una clara separación entre estas seis dimensiones es evitar un frecuente resultado muy típico de nuestros tiempos: que toda inquietud social se traduzca casi inevitablemente en un llamado al poder político a que utilice la fuerza para hacer “mejor” a la sociedad. Y que, en este sentido, se descarte, por ejemplo, cualquier activismo social enfocado a cambiar la mentalidad de las personas, sus gustos y sus valores o a emprender profundos debates éticos; así como también que se tienda a despreciar cualquier autónoma iniciativa social para resolver los problemas sin acudir de una u otra forma a la coacción del poder público. Esta demarcación es especialmente relevante porque el voluntarismo típico del ser humano, la ilusión que tenemos de omnipotencia frente a nuestro entorno inducida por los vertiginosos avances de la ciencia y la tecnología y el empoderamiento que la democracia hace hasta del más ingenuo e irresponsable ciudadano, suele hacernos olvidar una sabia advertencia de las ciencias sociales. Esta es que, por un lado, es imposible diseñar la sociedad que “queremos” por medio de la acción gubernamental –sino que esta buena intención se transforma inevitablemente en más problemas que los que intenta sin éxito resolver- y, por el otro, que incluso si lo anterior no fuese cierto, de todas maneras la ciencia social también nos ilustra acerca de que no existe un único estándar universal para concluir que algo es “bueno” para todos y que, por tanto, la “mejor sociedad que queremos” –incluso si parece incuestionablemente obvia y goza de un aplastante consenso social (ambas cosas harto difíciles de por sí)- no dejaría de ser necesariamente una visión arbitraria.

Tal vez lo que mejor explique la particularidad y dificultad de tratar racionalmente los problemas sociales tiene que ver con un hecho que, por una parte, nos pone a todos en una posición privilegiada para comprender la base de estos fenómenos pero que, por la otra, conlleva a la vez una importante complicación inherente. Este hecho es, naturalmente, que todos compartimos la experiencia humana: el elemento atómico de todo fenómeno social. Esto que por una parte nos permite conocer de la manera más íntima los elementos constitutivos de todo fenómeno social –de una forma en la que no conoceremos jamás los elementos de cualquier otro fenómeno del universo- también hace que se nos haga muy difícil reconocer nuestra propia ignorancia, abstraernos y compartimentalizar, por decirlo de alguna manera, los distintos análisis que desde cada una de estas distintas dimensiones se nos presentan como interesantes para aportar algo a la identificación de un problema social, a su estudio y solución. Como ilustración de este punto es lógico reconocer que ningún lego en su sano juicio se pondría jamás a debatir acaloradamente sobre mecánica cuántica. Nunca se permitiría confundir en voz alta lo que la evidencia científica arroja sin lugar a dudas, con aquella forma en la que le gustaría que se comportara la materia a nivel atómico. Tampoco se permitiría introducir en el análisis sus posibles prejuicios religiosos, estéticos, políticos, ideológicos o metafísicos al respecto, ni tampoco justificar una afirmación en esta materia simplemente porque goce del mayor “consenso social”. Pero cuando se trata de fenómenos sociales (mucho más complejos por cierto que la mecánica cuántica) ahí sí que solemos perder todo pudor, toda conciencia sobre nuestra propia ignorancia y damos rienda suelta a la imaginación y a nuestros propios deseos en contra, por ejemplo, de lo que la ciencia social nos permitiría afirmar como posible, la moral como bueno o la verdadera Ley como legítimo. Como seres humanos experimentamos cotidianamente la realidad social en todas sus ricas dimensiones, pero esto por sí solo no es garantía para que logremos comprender la vasta diversidad y complejidad característica de los fenómenos sociales. Por otro lado, la intuición nos suele engañar sugiriendo que si la razón y la voluntad humana nos ha llevado a conquistar el átomo, la genética o el espacio, entonces debería poder hacer otro tanto construyendo un paraíso social en la tierra. Este es el razonamiento clásico que se encuentra detrás de toda utopía social en el último par de siglos. Pero la confianza en la razón humana, el hermoso romanticismo de estos ideales, las siempre buenas intenciones y la admirable voluntad de sus promotores, no han sido suficientes para evitar las millones de muertes por inanición, los otros tantos asesinatos por una buena causa y el desmoronamiento de las instituciones sociales que han sufrido las sociedades víctimas de estos experimentos.

Una aproximación ingenua a un complejo tema social tiene principalmente el riesgo de que quien la realice no sea capaz de separar apropiadamente las distintas perspectivas según las cuales pudiera tratarse y que las propuestas que de este análisis resulten tampoco lo hagan. Es decir, comúnmente tenemos el vicio de entremezclar: nuestros propios gustos y preferencias; nuestras consideraciones personales de carácter moral, ético o religioso; lo que creemos que sería conveniente o legítimo que el poder político impusiera a todos mediante la violencia como un cuerpo de normas jurídicas obligatorias; lo que políticamente en una determinada coyuntura podría ser posible o viable, conveniente o inconveniente; el conocimiento formal que creemos tener sobre temas propios del ámbito de estudio de la ciencia económica o de las ciencias sociales en general; y, por otra parte, las consideraciones estrictamente ideológicas que pudieran influenciar nuestra opinión. Y la democracia moderna no ha hecho otra cosa que contribuir a esta confusión, al inducir a muchos a pensar que lo único que separa una buena idea de su implementación práctica desde la política es nuestra mera voluntad, el consenso social que goce o la efectividad del lobby de algún grupo de presión.

Cada uno de estos distintos enfoques tiene particularidades especiales, que van desde lo más arbitrario hasta lo más objetivamente científico, desde lo más accidental hasta lo más necesario, desde lo más individual hasta lo más colectivo, desde lo objetivo a lo subjetivo, desde lo voluntario hasta lo obligatorio, desde lo más propio del caprichoso deseo personal hasta la más cruda e inevitable realidad sobre la cual sólo puede ilustrarnos la fría ciencia. El intentar analizar problemas u ofrecer soluciones desde la perspectiva particular de alguna de estas dimensiones con los razonamientos que usamos para otra, está por lo general condenado a un estrepitoso fracaso y en muchos casos puede acarrear terribles consecuencias para el orden social. Quien intente hacer economía partiendo de sus gustos individuales, patrones morales o prejuicios ideológicos o políticos, será un terrible investigador y a sus conclusiones podríamos etiquetarlas de cualquier cosa menos de científicas. Quien desee determinar sus gustos o sus valores partiendo de las conclusiones de la ciencia, sencillamente no podría lograrlo y en el camino perdería su humanidad, sería como aquella caricatura del científico loco que es incapaz de sentir o de guiar su vida con base en algo más que sus fórmulas científicas. Quien pretenda construir una ética social universal fundamentada en el conocimiento científico puede fácilmente convertirse en el tirano de una sociedad totalitaria. Poco menos ocurre si la fundamentara en cambio en sus gustos propios o en las circunstancias políticas de una momentánea coyuntura. Aquél que pretenda hacer política desconociendo las regularidades de los fenómenos sociales y atendiendo estrictamente a los gustos y preferencias de sus votantes será un irresponsable demagogo. De manera similar sería un pésimo político aquél cuya ideología se derive sólo de lo que sea políticamente viable y que sólo atienda a aquella cambiante opinión de la mayoría o al estado de las relaciones de poder para determinar los fines que persigue y los medios políticos que crea legítimos utilizar.

Sin embargo nada de esto que resulta tan obvio luego de un breve examen, nos alecciona al discutir sobre cualquier tema social en el que tendemos a entremezclar viciosamente argumentos de tan distinta índole, a veces sin querer pero otras veces con deliberada intención sofista, especialmente por parte de políticos profesionales que apelan mucho más por la emoción de su electorado que por su ya bastante desinformado y limitado raciocinio. Muchas veces, frente a temas que podrían aguantar un análisis racional todavía más detallado para agotar con éxito un debate, se opta por dar argumentos inapropiados con el propósito de interrumpirlo. Solemos hacer esto bien sea calificando con algún juicio valorativo al interlocutor (cuestionar su moralidad, su cordura, su sentido de la responsabilidad o de la oportunidad política o incluso sencillamente insultarlo) o para escudarnos en una supuesta imposibilidad de acuerdo al habernos supuestamente topado con algún tema irreducible para la razón –como si se estuviera debatiendo acerca de si el creador del universo fue el Dios de los cristianos o alguna deidad azteca y no de temas que en buena parte pertenecen al ámbito de alguna ciencia social y que por tanto podrían ser tratados extensamente de manera objetiva.



Así por ejemplo, cuando un economista o un liberal hace una afirmación de carácter científico, como que una legislación que establezca un salario mínimo no beneficia a los más pobres sino que los lanza al desempleo, el primer instinto antes de pedirle un poco más a nuestras neuronas para intentar entender la lógica detrás de esta afirmación desde una perspectiva científica, es más bien cuestionar la moralidad de la intención del economista o sino como mínimo su pobre sentido de estrategia política. Algo parecido a cuando un astrónomo medieval osaba afirmar que era la tierra la que se movía alrededor del sol. En primer lugar debía ser condenado como hereje para sólo después discutir el tema si es que no se habían quemado ya todos sus escritos junto al apóstata. La moderna inquisición contra los verdaderos economistas y los defensores de la libertad es un poco más sutil… pero sólo un poco.

Otro extremo ocurre si se logra continuar el debate de manera más elegante y llegando a niveles de profundidad más enriquecedores. Ahí es frecuente escaparse del mismo con la fórmula “we agree to disagree” desconociendo que aún se podría seguir desmenuzando más el tema en cuestión de manera racional antes de toparnos con algún irreducible dato último sujeto a consideraciones que escapan a la lógica. En este punto se suele apelar por la propia ideología o por la del contrario como para justificar esta situación supuestamente infranqueable. Esta estrategia se alimenta de la falaz idea de que las ideologías (o incluso la economía o el resto de las ciencias sociales) son como modernas religiones políticas, que se soportan en dogmas místicos ajenos a la razón y que, por tanto, son tan caprichosas como irreconciliables, que sólo deben tolerarse y no discutirse sus fundamentos a profundidad. Muchas veces esto sirve para intentar negar una gran verdad que cuesta reconocer, por ejemplo que un análisis estrictamente económico es un juicio científico que nada tiene que ver con ideologías, ni con juicios de valor exclusivamente personales y subjetivos, ni tampoco con el pragmatismo propio de la política. Es tan sólo una observación objetiva acerca de la realidad social en el ámbito propio de su estudio, nada más y nada menos.

Es así, pues, cómo resulta conveniente desde un primer momento poder identificar y separar los muy diferentes seis enfoques en cuestión que pueden formar parte de una discusión sobre cualquier tópico social, así como también estar plenamente conscientes de las particularidades y de los límites de cada una de estas perspectivas. A reiterar: 1) los propios gustos, prejuicios y preferencias, personales, subjetivas y arbitrarias; 2) las propias normas de moral personal y los códigos éticos que nos sirven para orientar nuestras actuaciones individuales y que son de voluntaria adhesión; 3) aquellas normas jurídicas –la verdadera Ley que interpreta el Derecho, no la legislación del derecho positivo- que sostenemos deberían ser impuestas de forma legítima a todos a través de la fuerza; 4) lo que en un momento dado la realidad política pueda permitir o no implementar, o si proponerlo nos beneficiaría o perjudicaría; 5) aquél conocimiento que ofrecen las ciencias sociales, en particular la economía, sobre las consecuencias no intencionadas que emergen de las acciones individuales de un grupo de personas y los efectos que la intervención institucional coactiva tiene sobre ellos; y, finalmente, 6) lo que una particular ideología pueda influenciar en nuestra opinión sobre el tema en cuestión.

De esta manera se podrá comprender y comenzar a gestionar algo que, luego de explicitarlo como intentamos hacer acá, debería resultar demoledoramente obvio. Y es que además debería parecernos sorprendente no ya que no esté centralmente presente en todos y cada uno de los debates sobre estos temas, sino que más bien se encuentra completamente ausente en la mayoría de ellos. Esta obviedad no es otra que: lo que me gusta o disgusta (1), no necesariamente tiene que ser considerado como “bueno” o “malo” de forma generalizada (2), ni sería necesariamente legítimo que se impusiera o prohibiera a otros violentamente (3), ni tiene por qué depender estos hechos de si la coyuntura política favorece o no el intentar implementarlo o si proponerlo nos arrojaría grandes beneficios o pérdidas políticas (4), ni tampoco implicaría que su imposición o prohibición pueda ser sostenible a la larga, favorezca o entorpezca la cooperación social o produzca muy costosos y extensos efectos indeseables en buena parte impredecibles (5), ni que pueda ser justificado u obviado todo lo anterior tan sólo porque ideológicamente nos parezca más o menos consistente o inconsistente con nuestra forma de pensar en estos asuntos (6).

Ejemplos de esto pueden hacerse en infinidad de casos. Desde el tema muy de moda de la desigualdad, que no sobrevive al primer análisis económico que descarta que la desigualdad genere pobreza, hasta el tema de la contradictoria solidaridad obligada. Por ejemplo, personalmente me gusta, es decir, encuentro placer en ayudar a los demás, incluso hasta el punto de privarme de un buen rango de otras satisfacciones personales a cambio de hacerlo. De hecho, considero que la solidaridad y el altruismo son moralmente buenos y que, por tanto, creo que la sociedad sería mejor si todos fuéramos en alguna medida solidarios. Ahora bien, estoy claro de que no puede obligarse a los demás por medio de la legislación a ser solidarios o altruistas, en primer lugar porque se perdería la esencia de estas prácticas (obligar por medio de la fuerza a estos comportamientos de hecho lo considero inmoral), en segundo lugar porque sólo cada persona puede saber en qué momento le sobra algo como para dar a los demás y, tercero, porque creo que la caridad más eficiente y efectiva es la que se realiza directamente a alguien cercano de quien se conozcan mejor todas sus circunstancias. Por otro lado sé que políticamente hablando es un discurso muy favorable el de la (supuesta y contradictoria) solidaridad y altruismo de Estado, ya que es muy conveniente tanto para los políticos como para sus electores. Para los primeros, porque a pesar de no aportar mucho o nada de su propio patrimonio, quedan como los más bondadosos. Pueden controlar más recursos y aparecer como los benefactores directos de estas políticas teniendo así doble ganancia política. Los electores también, por un lado, se descargan de algo de culpa por no hacer ellos lo que creerían que es bueno hacer y, por otro lado, porque además de no percibir clara y directamente el coste que asumen personalmente de estas políticas, creen que les conviene su existencia porque tienen la esperanza de poder ser algún día beneficiarios ellos mismos de ayudas similares.

Ahora bien, en términos de un análisis estrictamente económico, la mejor forma de ayudar a quienes no conocemos es participando en el proceso competitivo del mercado. Esto es, buscando el mayor beneficio al menor coste, porque esto implica que con mi acción estoy dando el mejor uso posible a los escasos recursos sociales que yo controlo, para dar satisfacción a lo que más altamente la sociedad aprecia. Por otra parte, adicional a lo anterior, la caridad es un bien de consumo, busca satisfacer la propia necesidad de ayudar a los demás a quien lo valore. Este es el beneficio, evidentemente no material, que se obtiene a nivel individual al dedicarse a acciones altruistas. Pero para que la caridad sea eficiente y efectiva, debe ser descentralizada. Ya que para garantizar que la mayor cantidad de recursos llegue a la gente que más lo necesita, son necesarios muchos mecanismos de control y el mejor conocimiento posible acerca de las circunstancias concretas de cada caso particular. Esto difícilmente se logra a bajo costo de forma centralizada, es decir, sin una inmensa burocracia, sin corrupción, ni clientelismo ni despilfarro. Por esto, la mejor caridad siempre será la que se hace directamente en el entorno más inmediato o la que hacen aquellos muchos intermediarios privados (e.g. iglesias, fundaciones sin fines de lucro, etc.) que se especializan en esta labor y que compiten por estos recursos intentando demostrar que hacen el mejor de los trabajos. La ciega, generalizada e impersonal caridad obligada a manos de un gobierno, genera infinidad de normas, regulaciones y burocracia para intentar sin mucho éxito impedir su abuso. Esto suele ocasionar, sin quererlo, que lleguen menos recursos a quienes lo necesitan –por los costes y la corrupción asociada a toda burocracia- y que además se pongan barreras de entrada a veces insalvables para quienes más necesitan la ayuda. Por otro lado estas políticas pueden generar antipatías en muchos, ya que quien no recibe la ayuda tal vez se sienta estafado por estar a la vez financiando este sistema de alguna manera. En este sentido es llamativo que este sea uno de los más usados argumentos de quienes se oponen a la inmigración, el hecho de que vengan grandes masas a aprovecharse de los sistemas de bienestar social que supuestamente sólo financian los locales.

Por otro lado la economía también nos ilustra que un sistema de caridad de Estado también genera incentivos sociales que empeoran el problema. Porque quienes producen y se ven obligados a aportar, recibiendo menos de lo merecido por su trabajo y talento, se desmotivan a esforzarse, es decir, a servir a los demás con sus habilidades de la mejor forma que saben. Por otro lado, también quienes reciben las ayudas tienen un menor incentivo de ayudarse a sí mismos con su propio esfuerzo, es decir, beneficiándose directamente de servir lo mejor posible a los demás. Otra importante conclusión podría obtenerse desde un punto de vista económico acerca de la arbitraria asignación de recursos que se detrae de la sociedad para este fin político. Por ejemplo, al expoliar a quien más gana, para dedicarlo a un ineficiente e ineficaz sistema de reparto con un alto potencial para la corrupción, el clientelismo y el populismo. Aquella persona que más dinero gana es generalmente  quien más capacidad tiene para invertir capital en los procesos productivos, en cambio, quien menos gana tiende a usar su dinero mayoritariamente a adquirir bienes de consumo. Un exitoso empresario podría dedicar los recursos que le son expoliados para ser administrados por los políticos con estos fines, por ejemplo, a ampliar su exitosa empresa productiva que ha sido premiada por los consumidores (de ahí sus altos beneficios), consiguiendo, entre otras cosas, abaratar los productos (al invertir en mejorar la productividad para seguir siendo competitivo e induciendo a los demás a hacer lo mismo y a bajar sus precios). Con este capital que hubiera estado disponible de no haber ido a parar a financiar estas políticas, también podría haber empleado a más gente o hacer más productivos y, por tanto, mejor remunerados a sus empleados (un trabajador que dispone de herramientas de alta tecnología financiada por la inversión de capital es mucho más productivo que si no las tuviera a disposición y, por tanto, recibiría una mayor proporción del beneficio de la venta del producto final). Por último, ideológicamente hablando, puedo comprender que la supuesta caridad que realiza un político con dinero ajeno conlleva, además de una gran carga de inmoralidad e hipocresía, la distinción política entre los distintos ciudadanos frente al poder, es decir, desigualdad ante la ley. Y que todas estas cosas implican un importante riesgo para la independencia de la sociedad respecto de su gobierno y, por tanto, una clara amenaza a las libertades además de sabotear los procesos espontáneos de la voluntaria cooperación social que ocurren en el libre mercado y que tienden a alcanzar más eficientemente los fines que se propone aquella política.

Si, como acabamos de hacer, para cada tema social en la palestra pública nos empeñáramos en diseccionarlos en al menos estas seis claras y distintas dimensiones, la identificación de los problemas, los análisis y las soluciones que de estos se deriven, podrían ser más honestos y sobre todo más útiles. Pero aún no sería suficiente si no se reconoce además que toda posibilidad de acción en la esfera social tiene que efectuarse dentro de lo que el Derecho admita como legítimo y la economía como realizable.


En la segunda parte de este artículo se analizarán un poco más en detalle las particularidades de cada una de las perspectivas aquí identificadas que suelen acompañar a cualquier análisis de temas sociales. En la tercera parte propondré una introducción a la ideología liberal clásica desde mi perspectiva personal y en el contexto de estas dimensiones de análisis.


Luis Luque

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