jueves, 31 de marzo de 2016

Perdimos a Yael Farache



“No soy libertaria…Si tú eres un libertario eres un comunista…(larga pausa)… o eres un tonto útil del comunismo que viene a ser lo mismo a efectos prácticos” (https://www.youtube.com/watch?v=znfodsjgVPg)

     Así comienza el último vídeo de la bloguera Yael Farache. A lo que me refiero con que la hayamos perdido no tiene nada que ver con que los liberales debamos entristecernos por no contar con ella entre nuestras filas. Creo que era ya bastante obvio que de Yael se podría decir cualquier cosa excepto que fuera liberal, para ilustración bastan no sólo el vídeo que es la motivación de este artículo y que no puede ser más esclarecedor, sino además su constante servicio a la propaganda de Donald Trump, quien es tan liberal como yo leninista.

     Cuando digo que la perdimos hablo más como miembro de algún difuso grupo informal de gente que trata de ser seria y que intentamos tener como principios rectores servir a la verdad y ser honestos intelectualmente. No digo que yo mismo lo sea, pero al menos aspiro a serlo y tal vez por eso es que sea tan propenso a pedir demasiado de quienes veo con potencial para tener esas aspiraciones, como tan sensible a las señales que me hacen entender que me he equivocado rotundamente en esa percepción. Yael en este sentido creo que es un dramático ejemplo. Ya en algún momento había comentado cómo me estaba decepcionando sistemáticamente de un tiempo para acá. Confieso que esto comenzó a hacerse más evidente a partir de su salto al formato audiovisual. En aquella oportunidad traté de convencerme de que podría ser tal vez una cuestión estética. Que me chocaba percibir un cierto tono de banalidad o que me desconcentraba demasiado el escote y que estas cosas me predisponían al contenido del mensaje. Luego cuando empezó a hacer loas a Trump me dije a mí mismo, primero, que nadie era perfecto y luego incluso consideré la posibilidad de que yo mismo me estuviera equivocando en mi propia percepción del candidato a la postulación por el partido republicano. Gracias al mismo Trump esto duró por supuesto muy poco tiempo.

     Pero esta suspensión forzada de la incredulidad la doy por terminada hoy a raíz de este último vídeo. No por su aclaratoria de que no es liberal, cosa que sólo sería justo agradecerle enormemente, sino por proclamar una falacia tan burda como la de igualar a libertarios y comunistas con unos argumentos tan infantiles; y luego por hacer una descripción tan clara, como lo que tiene de tribal y primaria, de lo que considera un “conservadurismo natural” al que ella misma parece que se adhiere. Suelo separar el argumento de quien lo sostiene, pero cuando el argumento es tan falaz y quien lo sostiene es una persona inteligente, mi reacción es reclamarme a mí mismo la validez del juicio sobre las capacidades de aquella persona, o la de intentar atribuirle alguna intencionalidad a su mensaje que pueda justificar tan gran disociación en mis expectativas. Por esto sólo puedo explicarme el declive intelectual observado en Yael, como una contribución propagandística más a la campaña del proto-fascista Donald Trump, para quien los libertarios cercanos al partido republicano deberían ser enemigos naturales. Entenderlo así lamentablemente me hace dudar de todo lo que creí haber aprendido antes a través de Yael, porque si el talento se presta a algo distinto de hacer honor a la verdad, no puedo sino poner en tela de juicio todas aquellas cosas que produce ese mismo talento.

     Hasta aquí mis comentarios acerca de la intencionalidad de Yael sobre la que sólo puedo conjeturar. Hablemos primero de la falacia.

     Yael trata de forzar una igualdad entre comunistas y libertarios basada en el argumento falaz de que como los comunistas tenían la estrategia de socavar las bases morales de occidente para ganar así la batalla cultural y luego la guerra al destruir al enemigo desde dentro, entonces los libertarios por defender lo que ella llama derechos sociales, debemos ser o bien comunistas o sino, en el mejor caso, tontos útiles de estos. Según esta lógica falaz se entiende que todo lo que socave lo que Yael entiende como bases de la sociedad occidental, debería llamarse comunista o libertario indistintamente. Es decir desde un ladrón a una persona que es infiel a su pareja, serían con esta lógica libertarios o comunistas. Aquello de abogar por una dictadura proletaria totalitaria que controle los medios de producción sería un pequeño matiz y una característica que no permitiría distinguir entre libertarios y comunistas. Igual lo sería la defensa a ultranza de la vida y la propiedad, cosas pues de libertarios/comunistas que debilitan las bases de occidente.

     Lo que Yael llama derechos sociales y que cuya defensa libertaria según ella socavaría las bases de occidente, entiendo que es la defensa que los liberales hacemos de la esfera de autonomía individual sobre la moral personal de los ciudadanos en donde no toleramos intromisión alguna del gobierno. Es decir, creemos que el gobierno no debe dictaminar las normas relativas a la moral personal ni penalizar su incumplimiento. Por ejemplo, como se hace en Arabia Saudita donde se apedrean a mujeres por infidelidad, en Tailandia donde te pudres en la cárcel si te agarra la policía con un cigarrillo de marihuana o en algunos estados de Estados Unidos en donde está criminalizada la sodomía. Esto no significa que los liberales de alguna manera respaldemos un código ético basado en la homosexualidad, el uso de las drogas recreativas o la infidelidad marital. Sostener eso sería más propio de un politiquero demagogo tercermundista de algún partido progre. Quiere decir que consideramos que el Estado no debe inmiscuirse en temas de moral personal sino que esta debe quedar contenida en la esfera individual privada, protegida del gobierno, y que debe ser un asunto de la sociedad.

     Es decir, corresponde a la sociedad de forma autónoma y no al gobierno generar las normas sociales en lo concerniente a este ámbito y castigar su incumplimiento. Será tu religión la que te diga cómo deberías tratar el tema de la homosexualidad, corresponderá a tu familia y amigos de convencerte que no te drogues y a tu entorno social inmediato juzgar y penalizar cosas como la infidelidad. Ni el gobierno puede usar su coacción en estos temas, ni debe tolerar que terceros lo hagan (e.g. que se aplique la ley Sharia en Bruselas y la comunidad musulmana belga lapide a una mujer por infidelidad).

     Nótese que en esta defensa de la autonomía individual y de la reivindicación de los mecanismos privados propios de la sociedad sobre estos temas, no se favorece en ningún momento una ética particular sobre otra. No es necesario hacer ningún juicio de valor como que es bueno drogarse y por eso no debe ser ilegal, o que la homosexualidad es dañina por lo que debe prohibirse con multa y cárcel. El llenar de contenido ético corresponde a la sociedad, a las religiones, a las familias, códigos éticos laicos y a demás instituciones sociales de carácter privado y a sus mecanismos de presión y de difusión de estos valores, sea cuales fueren. Yo soy liberal y tengo mi propio código ético particular, muy influenciado por mi religión católica, por mi formación, por mi historia, por mis amigos y familia. Yo vivo, o al menos lo intento, según este código. Creo que es el mejor código para mí e incluso para todos los demás. Pero lo que distingue a un liberal es que igualmente creo no tener el más mínimo derecho de imponer este código a los demás utilizando la violencia, privada o del gobierno. Las bases de occidente en este sentido podrían ser precisamente aquellas que, en libertad de nuestros propios gobiernos, nos hemos podido dar a nosotros mismos. Y la idea de que el ámbito de acción del gobierno debe ser limitado es una de las contribuciones más importantes.

     Mucho antes de que un gobierno lo decretara, el respeto a los contratos, a la propiedad, a los intercambios voluntarios, el Derecho, etc. ya eran normas que la sociedad había producido o había comenzado su desarrollo. Hoy en día los gobiernos han adoptado estas normas, muchas de ellas las han secuestrado y distorsionado, y las han convertido en legislación, por ejemplo el matrimonio civil. Algunos de esos principios rigen hoy todavía el accionar de los gobiernos occidentales, tal vez no en la medida que quisiéramos, pero las libertades individuales, los derechos civiles, la privacidad, la intimidad, la inviolabilidad del hogar, etc. no son principios que la sociedad occidental deba a sus gobiernos, sino a sus propias sociedades. Y el gran esfuerzo que se ha hecho es precisamente evitar que los gobiernos contraríen estos principios. Es decir, el inmenso trabajo que han costado las libertades individuales que Yael menciona, ha sido precisamente intentando mantener a raya las aspiraciones del gobierno de imponer, en las esferas que no le corresponde, normas ilegítimas y arbitrarias. Esta práctica tan característica y tan preciada por occidente, tanto que podríamos identificarla como uno de sus pilares, es lo que hemos defendido históricamente los liberales, desde los derechos políticos de la mujer, hasta las libertades individuales que hoy nos toca defender. Y lo hemos hecho enfrentándonos con comunistas pero además y especialmente con los conservadores de turno.

     Parece claro que Yael cae en la tentación de suponer que son intocables aquellas regulaciones del gobierno que favorecen su particular punto de vista, su código ético, sus preferencias sociales. Eso que ella identifica como “las bases de la sociedad occidental”. Y es por esto que los comunistas, que pretenden también utilizar la violencia del Estado para imponer su propio código ético a la sociedad; y por otro lado los liberales que nos oponemos a que el gobierno dé preferencia a un código ético sobre otro, somos identificados por ella como la misma cosa. Hay que reconocerlo, si comunistas y libertarios tenemos algo en común es que no queremos que el código ético de Yael nos sea impuesto por el gobierno. Pero el gran detalle es que los comunistas estarían de acuerdo con esta afirmación sólo porque quieren imponer en cambio el suyo, mientras que los liberales estamos de acuerdo porque creemos que nadie tiene derecho a imponer su código ético a otros por medio de la violencia, ni Yael, ni el gobierno. Los libertarios no socavamos las bases de occidente al defender lo que Yael se refiere como derechos sociales, defendemos uno de sus pilares más importantes que es que el individuo debe decidir por sí mismo qué hacer con su propio cuerpo y qué estilo de vida llevar.

     Tal vez el miedo de Yael se deba a que es ella misma quien da por perdida la batalla cultural al marxismo. Porque teme que si el gobierno no impone por la fuerza los valores morales que ella identifica como las bases de la sociedad occidental, entonces la sociedad se desmoronará en una orgía de sexo libre y psicotrópicos al son del himno de la internacional socialista. Yael no será ni la primera ni la última que asume estúpidos a los ciudadanos y sin instrumentos a la sociedad. Es de hecho un rasgo muy característico de algunos conservadores. Veo claro que quien no ha entendido de qué va la batalla no somos los libertarios sino Yael, que cree que los idiotas que componemos la sociedad no podríamos valernos por nosotros mismos sin que el sabio gobierno nos aclare la diferencia entre el bien y el mal. Si de verdad ha ganado el marxismo cultural, pues que lo practique libremente la gente que desee hacerlo, a ver cuánto dura. Yo, que también creo poder identificar algunos de los pilares sobre los que se fundamenta la civilización, intuyo que sin el uso de la fuerza el experimento no durará mucho ni tendrá un final feliz. Y que pronto se volverá a normas más tradicionales, no porque las imponga un gobierno conservador sino porque funcionan. Y el éxito de las sociedades por practicarlas es lo que garantiza su supervivencia y prosperidad. Pero si no se deja el espacio para la experimentación social en el ámbito de la moral personal, nunca podremos depurar las normas tradicionales ni descubrir cuáles son aquellas normas que deben seguirse y cuáles deben abandonarse. Si verdaderamente se cree en el valor de la tradición, se tendría que confiar en que ella prevalecerá en competencia con experimentaciones alternativas. Esto es en lo que creemos los liberales y así valoramos la tración.

     No creo que los libertarios seamos libertinos ni que los conservadores sean trastornados con fobias al cambio y a la incertidumbre y con manías de control. O que sean racistas, ultraortodoxos, homófobos o xenófobos. Tampoco creo que los socialistas sean ladrones, flojos o estúpidos. Pero sí creo que al igual que un libertino tiene por lógica más tendencia a ser liberal, también lo tendría aquél trastornado, racista, ultraortodoxo, homófobo o xenófobo a ser conservador. Creo que definitivamente hay rasgos de la personalidad que favorecen la adhesión a una cierta ideología. Mucha templanza debería tener yo si siendo un intolerante crónico, deba entender por ejemplo al matrimonio como una institución social sobre la que mi gobierno no tiene nada que decir. Y esperar pacientemente que la experimentación social a largo plazo termine colocando al matrimonio homosexual en el sitio que tendremos que descubrir que tiene (por que aún no lo sabemos). Pero habría que concluir que debería tener más templanza aún si admito que sea el gobierno el que decida quiénes pueden casarse entre sí y que en algún momento me pueda llegar a obligar por la fuerza a aceptar el matrimonio homosexual en la legislación. Es el peligro que tiene admitir el estatismo de izquierda o de derecha: que eventualmente lo que no te guste te lo pueden obligar a hacer o aceptar con un fusil apuntado a tu cabeza. En esa circunstancia es probable que recuerdes con nostalgia cuando sino te gustaba algo sólo tenías que ver para otro lado, cambiar de canal o cambiar a los niños de colegio. O en el caso de Yael mudarse a algún barrio donde no haya negros, chinos, musulmanes o maricones (ver el vídeo a partir de 15:25).

     Para no alargarme más (ya sufrí demasiado con los 18:05 minutos del vídeo como para seguir torturando a mis lectores), quiero reiterar el agradecimiento a Yael por desmarcarse tan claramente del liberalismo y por caracterizar y descubrirnos su simpatía por lo que llama el conservadurismo natural. Sobre el esbozo de esta ideología (?) y por economía de tiempo sólo tengo ánimos para esquematizar, en tono sarcástico, tanto lo primitivo y lo atávico de sus postulados como lo peligroso de sus implicaciones. Se me ocurre hacer esto resumiendo las tres características que enumera Yael (en el vídeo, 13:15 en adelante) e ilustrándolos con una aplicación que tristemente conocemos: el nacionalsocialismo alemán de Hitler. Para no caer en la misma falacia de igualar en principio a un “conservador natural” con un nazi, aclaro desde ya que esa no es mi intención. Tan sólo quiero ilustrar la poca distancia ideológica con el nazismo que tendría lo expuesto por Yael, que en principio no me parecen más que pulsiones instintivas antisociales en favor de una sociedad tribal cerrada, y que ideologías extremas colectivistas, como el nazismo, han sabido explotar y llevar a ser explícitamente la política de un Estado totalitario. En negritas está el parafraseo más fiel que pude hacer de cada una de las tres características de un conservador natural según Yael:

1) Vivir entre semejantes, que sus vecinos se parezcan a él, que piensen lo que él piensa y que tenga el mismo aspecto que él : Básicamente la fundamentación de la pureza racial nazi y de la propaganda con la que se quería hacer uniforme al pueblo alemán. “Ein volk, ein Reich, ein führer” se traduce en: un pueblo, un imperio, un líder. La pulsión instintiva expresada en la aversión a los extraños, a los extranjeros, a las razas impuras, son típicamente explotadas para favorecer un colectivismo monolítico sin rostro, en la que el individuo no existe, y cuyo intérprete sea el gran líder. Las diferencias se temen, la uniformidad se favorece. Todo claro para llevar a la nación al puesto que se merece bajo el liderazgo del führer.

2) Mantener y elevar las tradiciones morales, ¡espirituales! y religiosas de su pueblo, defender los estándares morales: Los nazis solían hablar del espíritu de la nación o volksgeist, una idea muy hegeliana, como el marxismo, en la que el espíritu de la nación era colectivamente compartido por cada alemán. Un constructo colectivista según el cual el pueblo alemán tenía identidad propia, interpretada claro por el führer, y un destino histórico inexorable. Las antiguas tradiciones alemanas fueron revividas y puestas al servicio del Reich, incluso se fomentó el surgimiento de un neopaganismo volviendo a las antiguas tradiciones politeístas germánicas por considerarlas la fe auténticamente alemana sin contaminación extranjera. Se menospreció constantemente a la débil moral judeocristiana. El objetivo de la exaltación de los atributos nacionales era parte de una política de Estado para unificar a la nación en torno a un líder y su objetivo y diferenciarla de otras naciones inferiores y potencialmente enemigas.

3) Que su pueblo sea autónomo, que sea independiente y que no esté al servicio de nadie: La humillación tras el tratado de Versalles, la explotación y el control de los judíos de la banca y la prensa y la legitimidad para obtener el lebensraum (espacio vital) para la salud moral del pueblo alemán (invadir Europa oriental tomado por razas inferiores y repoblarlo), fueron elementos esenciales del discurso, ideología y práctica nazi. Por supuesto de lo que no era autónomo el pueblo era del führer a quien debían prestar su servicio fielmente. La nación como un colectivo para su movilización permite pasarle por encima a los derechos y planes individuales y egoístas de los ciudadanos que no se compatibilicen con el destino histórico del pueblo. Bajo el nazismo los individuos no serían libres. Los alemanes y las razas inferiores conquistadas por ellos (las que no serían objeto de genocidio) perderían necesariamente su libertad individual, pero en sacrificio por un bien mayor: por la libertad del pueblo.

Luis Luque

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jueves, 17 de marzo de 2016

Justicia, linchamientos y venganza


Es alarmante la proliferación de casos de linchamientos en Venezuela como una respuesta espontánea a los altísimos índices de criminalidad e impunidad, que lamentablemente son la norma de los últimos años en esta sociedad víctima del socialismo. El caso más infame fue el acontecido hace unos pocos días cuando por intentar robar a los pasajeros de un autobús en Catia, los vecinos habrían golpeado y prendido fuego al presunto delincuente. Esta noticia (http://www.el-nacional.com/sucesos/Quemaron-vivo-delincuente-Catia_0_808719169.html) acompañada de un explícito video en el que se muestra a esta persona ardiendo y gritando de dolor, mientras algunas personas pasaban indiferentes a su lado y otras celebraban el hecho, se difundió rápidamente a través de las redes sociales.

Si este hecho es ya por sí sólo alarmante y reprochable, creo que lo son aún más algunas de las lecturas que del mismo se han dado. Especialmente llaman mi atención aquellas que provienen de personas cercanas inteligentes y con quienes suelo compartir buena parte de mi visión del mundo. Es por ello que desde el liberalismo quiero contribuir a que se ofrezca una interpretación más reflexionada y correcta de estos lamentables hechos. A este respecto recomiendo también la lectura del artículo de John Manuel Silva (http://www.panfletonegro.com/v/2016/03/11/sobre-la-ilusion-de-seguridad-y-justicia-que-dan-los-linchamientos/).

En primer lugar quiero responder a la comparación de la legítima condena de los linchamientos populares con la equivocada condena del “bachaqueo”, que se hace desde el desconocimiento económico, la propaganda del gobierno socialista y la frustración de la gente frente a la hiperinflación y la escasez. Creo que comparar ambas denuncias es por decir lo menos aventurado y peligrosamente tendencioso. Sí, ambas son respuestas a distorsiones introducidas por la intervención gubernamental. La primera por un déficit en la prevención y la respuesta ante el crimen y en la administración de justicia, ambos monopolios estatales; y la segunda por la fijación de precios máximos. De acuerdo, ambos fenómenos son consecuencias de causas más remotas y lo procedente sería atenderlas y solventarlas en su origen: por una parte los monopolios y la calidad del ejercicio de los mismos, tanto de la llamada violencia legítima del Estado como de la administración de justicia; y por la otra la ilegítima e ineficaz intervención gubernamental en la economía, en particular la referida al control de precios.

Sin embargo hay diferencias fundamentales entre ambos fenómenos que no sería honesto menospreciar al compararlos. El bachaquero es aquél que actúa como intermediario al procurarse de productos cuyo precio está regulado (causa) artificialmente a la baja y que por tanto escasean, para luego revenderlos a un precio mayor en el mercado negro, sin restricciones de cantidad, logrando con esto una ganancia. El bachaquero cumple una importante función social a través de una muy legítima y antigua actividad que es la de comprar barato y vender caro. Al hacer esto, una operación de compra venta legítima, además de satisfacer a los consumidores que voluntariamente le compran y que sin él estarían en interminables colas en los días en los que el gobierno les permita intentar comprar, introduce presiones para acabar con la distorsión. Esto en un mercado libre y competitivo sería un simple arbitraje: al comprar en un mercado donde se vende barato y vender en otro donde se vende caro, el precio en ambos mercados tendería a igualarse al elevar la demanda en el primero y la oferta en el segundo, contribuyendo así a corregir la distorsión. En socialismo esto no es posible porque el precio del primer mercado (el regulado) es fijo por ley, mientras que en efecto el del segundo mercado (el negro) sí que es libre. Sin embargo las presiones, que terminan trasladándose como coste político a los reguladores en la forma de frustración popular frente a la escasez, deberían eventualmente corregir la distorsión artificial creada por el control de precios.

Por lo tanto el bachaquero, tanto en su proceder como en los efectos que genera, actúa de forma legítima y en beneficio de la sociedad, aún a pesar de hacerlo en contra de la legislación vigente que fue la que originó la distorsión de precios y la escasez. Si no comete al hacerlo un verdadero crimen, beneficia a muchos consumidores por librarlos de las restricciones gubernamentales con las que se intenta administrar (que no eliminar) la escasez creada en todo caso por los mismos gobernantes y ejerce presión para que tanto la verdadera causa como los equivocados paliativos se eliminen.

El caso es muy distinto al analizar tanto el proceder como los efectos de una turba popular que lincha a un presunto delincuente. Esto puede llamarse de muchas maneras, pero definitivamente no se puede denominar justicia. Mucho menos sería un ejemplo válido de lo que podría ser un sistema de administración de justicia privada. Es tan sólo eso: una turba envilecida torturando a un presunto delincuente. En todo caso sería una interpretación macabra de justicia poética, pero poco más. Desde mucho antes que el Derecho fuera confiscado a la sociedad para ser sustituido por un órgano del Estado que más que Derecho redacta legislaciones, tenemos claros muchos de los atributos que debe tener la justicia bien entendida. La presunción de inocencia, el derecho a la defensa, la proporcionalidad del castigo y algunos más que se me escapan por ser lego en esta materia, son algunos de estos atributos que debe tener cualquier proceso que hoy en día entendamos como justo y apegado a derecho. Y evidentemente los linchamientos populares carecen por completo de estas características, por lo que convierte inmediatamente en criminales a aquellos que presumen estar haciendo justicia con sus propias manos.

Por tanto el proceder de estos “justicieros” es intrínsecamente injusto y criminal a pesar de que pueda haberse originado en una motivación legítima, la de procurarse justicia. Y el efecto más importante y nocivo de este tipo de hechos, más allá de argumentos utilitarios como la disuasión de potenciales criminales o la eliminación de estos, es el socavar las instituciones sociales civilizatorias que el Derecho nos ha legado. Y además, quien ahora se ha auto-investido con los monopolios de la violencia legítima y de la administración de justicia quedará muy satisfecho: unos cuantos delincuentes menos que alguien más les quitó de encima y en especial y mucho más grave, el consentimiento popular de que actuar de esta manera está autorizado y que por lo tanto podrá también tolerarse que se utilice todo el aparato coercitivo del Estado de esta manera injusta y criminal sobre la población. Es evidente por todo esto que, a diferencia del caso de los bachaqueros, el proceder y los efectos de los linchamientos es, en términos netos, aplastantemente perjudicial para la sociedad.

En segundo lugar querría responder a una pretendida equiparación entre justicia y venganza. La justicia es mucho más que la venganza y es que además son conceptos bastante distintos. El sentimiento de venganza es una pasión humana, que tan seguro como que hoy está en el corazón de las víctimas de un crimen, lo estuvo también muy presente en los primeros intentos de una proto-administración de justicia con los que se dio inicio a la larga experimentación social, que aún hoy continúa, y que nos ha legado una de las instituciones sociales más preciadas: el Derecho.

En ese largo y tortuoso tránsito hacia la civilización, en incontables casos de ensayo y error entendidos en una perspectiva social extensa, a partir de motivaciones como la defensa de la integridad personal y de la propiedad, de pulsiones más instintivas como el propio sentimiento de venganza y de racionalizaciones más utilitarias (por ejemplo que castigar desproporcionadamente con pena de muerte a un simple ladrón crea un incentivo para que futuros ladrones maten a sus víctimas porque si atestiguan en su contra el precio a pagar sería igual al de cometer un asesinato), se han venido depurando normas y principios que hoy identificamos con alguna claridad. Entre ellos estaría la justicia con todos aquellos atributos que intenté esbozar un poco más arriba y que la diferencian claramente de un simple acto de venganza.

No se trata tampoco de un mero tema procedimental o de formas, ni de quién lo ejecute (privado o público, víctimas o intermediarios), se trata especialmente de una distinción de contenido. Un contenido que pudo haberse comenzado a edificar y evolucionar a partir de un instinto pasional como la venganza o un derecho a la autodefensa, pero que se ha perfilado a lo largo de muchas generaciones en conceptos más precisos y mejor definidos y con un altísimo contenido de conocimiento social y que son, nada más y nada menos, los que hoy sostienen a la civilización. Estos principios nos aclaran hoy que no es justicia prender fuego a un presunto ladrón, ni es legítima defensa disparar por la espalda a un asaltante que huye con lo robado. Y que no importa si es un cuerpo del Estado el que llene fosas comunes de presuntos delincuentes o que lo haga el padre de una víctima que sufrió una agresión. Podría dar satisfacción a algunos o evitar futuros crímenes perpetrados por el “ajusticiado”, por los mismos “justicieros” o por potenciales delincuentes que quedaran impresionados por el espectáculo de un linchamiento. No quiero entrar a juzgar moralmente cada motivación, cada resultado, cada caso, pero no puedo llamarlo justicia en su sentido más correcto. Ya lo que conocemos hoy como Derecho es precisamente la depuración de toda esa casuística que nos ha traído hasta dónde estamos y es por eso que es tan preciado. No podemos entonces permitirnos el lujo de retroceder al desvirtuar el contenido de las instituciones sociales porque en una sociedad particular, en un momento específico, no haya acceso a la verdadera justicia por la ineficacia del Estado y por la prohibición de una verdadera justicia de naturaleza privada auto gestionada por la propia sociedad.

Luis Luque

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viernes, 4 de marzo de 2016

Político versus Economista, 10 comparaciones odiosas


Hace tiempo que quería escribir sobre las diferencias fundamentales en las visiones, motivaciones y prácticas de dos tipos de personajes bastante diferenciados y en muchas ocasiones reñidos: el político y el economista. Comenzaré por esbozar con mayor precisión a nuestros dos personajes para luego dar paso a contrastarlos en algunas situaciones típicas que suelen ser de interés. Como al momento de publicar esta nota aún dudo si el lector se aburrirá menos al leer primero las 10 comparaciones y luego las descripciones y no al revés, invito a hacerlo en el orden que se prefiera.

La descripción de nuestros personajes:

Por político voy a asumir a un buen gerente público. Intentaré, e invito a acompañarme en el esfuerzo, un difícil ejercicio de idealización para poder imaginarnos a nuestro político como el mejor que pueda ser dado su rol. Es decir, apartaré de nuestro personaje cualquier calificativo a priori desfavorable, incluso a sabiendas de que hay no pocas evidencias de que el político medio dista mucho de ser una muestra de lo mejor que una sociedad pueda ofrecer. Las razones para esto tienen mucho que ver con algunos de los incentivos que se infieren de la comparación, pero que tal vez podrían exponerse mejor en un artículo distinto a este, que podríamos haber titulado como “Político versus cualquier persona privada”. En fin, nuestro político será un personaje de virtudes morales e intelectuales medias, lo suficientemente preparado para ocupar su cargo público, pero (muy importante) sometido a todos los incentivos de un sistema democrático típico del mundo occidental.

Para nuestro economista asumiremos a un genuino estudioso de las ciencias sociales. Es decir, a un verdadero científico social especializado en economía. Aquí forzosamente también deberé hacer un ejercicio de idealización por tres razones. En primer lugar porque la imagen más popular que se tiene de los economistas responde más bien a la de un personaje obsesionado con el dinero que quiere especializarse en cómo producirlo, y no a la de un riguroso científico que pretender dar explicaciones y arrojar luz sobre complejos fenómenos sociales, que trascienden los aspectos contables, financieros o dinerarios y se desborda hacia temas institucionales, jurídicos, filosóficos, históricos y antropológicos.

Las otras dos razones están en gran medida bastante relacionadas como se verá. La segunda razón es que debido a: las complejidades metodológicas propias del ámbito de estudio de la economía; el propio desarrollo histórico de esta ciencia; la influencia de prejuicios políticos alejados de temas científicos a los que no ha podido evitar contaminar; y también debido al tipo de demanda de particulares perfiles profesionales de economista; se tiene hoy una gran diversidad de muy distintas y muchas veces contradictorias escuelas de pensamiento económico. Muchas de ellas confrontan diferencias epistemológicas y metodológicas importantes, así como desacuerdos sobre el modelo adecuado de ser humano para tomar como punto de partida. Algunas otras simplemente han sido edificadas sobre errores conceptuales fundamentales, adolecen de una pobre comprensión de estos o fallan al incorporarlos apropiadamente a sus estructuras teóricas.


La tercera razón por la que es necesario idealizar, o más bien definir con mejor precisión, a nuestro personaje economista, es que la inmensa demanda que tiene la clase política de un perfil profesional particular, impacta decisivamente en el tipo de formación académica que reciben los economistas. Las universidades producen los tipos de economistas que la clase política, o bien demanda, o directamente impone a través de los criterios obligatorios emanados de los ministerios de educación universitaria. Y por otra parte la demanda privada de estos profesionales también está muy influenciada por estos mismos requerimientos sencillamente porque la realidad se impone: es aquella clase de economistas la que diseña políticas e interviene en un alto grado en todos los mercados y habrá que entenderse con ella. En definitiva, no se exagera al decir que la inmensa mayoría de los economistas que gradúan hoy nuestras universidades, tienen un perfil más parecido al de un funcionario público. Al de un técnico glorificado intérprete o hacedor de informes, estadísticas, predicciones y modelos econométricos para el consumo de la clase política. Si la administración pública no es el destino de estos profesionales, al menos se exigirá de ellos que puedan entender el pensamiento de aquellos, dialogar con ellos y sacar el mejor provecho de las consecuencias de las regulaciones, para así poder ser más útiles en el sector privado. Qué diría Marx quien afirmaba que los economistas eran sicofantes de la clase burguesa, al ver que hoy en día se acercan más a serlo de los intereses de los gobernantes, comenzando por cierto por aquellos ideológicamente más cercanos a él.

En muchos casos lo poco que pueden aprender de teoría económica en las universidades termina siendo un batiburrillo de ideas contradictorias de diferentes escuelas, sin contexto alguno ni acompañadas de una severa valoración científica de cada una. Se hace énfasis en las corrientes de moda según su aceptación en la política o simplemente en aquellas que ofrezcan instrumentos de aplicación directa en la administración pública o permita lidiar con estas si acaso terminan del otro lado de la partida. O bien se trataría de un repaso de las ideas más extendidas en nombre de una diversidad políticamente correcta que no debería tener espacio en la ciencia, o de las últimas novedades académicas sin importar mucho su valor científico. Este perfil difiere enormemente al del verdadero científico dedicado a la investigación de los procesos sociales que queremos utilizar en nuestra comparación con nuestro otro personaje político.

Por todas estas razones nuestro científico social será un economista liberal que estará enmarcado en la tradición de la llamada Escuela Austríaca de Economía (a). Una corriente que a pesar de ser minoritaria, ha demostrado tener una gran solidez científica por sus supuestos epistemológicos, su metodología de análisis, su antropología filosófica realista y por su visión integral del hecho social incorporando en su núcleo teórico fundamentos institucionales, jurídicos y antropológicos que no pueden ser despreciados o caricaturizados como típicamente hacen otras corrientes. Esta escuela está muy alejada de la concepción del hombre como un homo economicus robotizado maximizador de utilidades; de la simplificación de la realidad humana y social por el empeño en reducirlas a simplísimos modelos susceptibles de ser expresados en lenguaje matemático; o de una interpretación mecánica de la economía. Es en cambio una corriente de pensamiento económico centrada en seres humanos de carne y hueso, diversos y cambiantes, y que estudia los procesos sociales dinámicos en los que estos interactúan a través de una metodología holística, realista, subjetivista, marginalista y con importantes componentes filosóficos, jurídicos e institucionales. Así será pues nuestro personaje economista.


Las odiosas comparaciones:

(1)  Un político transmite mensajes populares, simplísimos y emocionales, porque sabe que son los que mejor llegan a la inmensa mayoría del electorado, que poco tiempo y conocimientos tiene para decidir su voto. Un economista en cambio, como buen hombre de ciencia, dedica sus esfuerzos a la eterna búsqueda de la verdad y a su divulgación. Invierte sus esfuerzos y conocimientos a dar con las elusivas verdades científicas más allá de sus preferencias personales, intereses de partido o juicios de valor que las hagan más o menos populares. También comprende el economista las graves distorsiones que se introducen al juzgar como principal fuente de legitimidad las decisiones de un electorado poco o nada formado en temas técnicos, económicos, sociales o jurídicos, en ámbitos que exceden por mucho lo que debería ser la prudentemente acotada esfera de lo público. Y que se haga con base en una corta campaña electoral fundamentada en eslóganes y apelaciones a la emocionalidad y dirigida por personas que en su gran mayoría son poco más o igual de escasamente formados en estos temas y que suelen ser en la práctica intermediarios de favores para grupos de intereses clientelares o populistas. Pero es que además y a diferencia de quien hace por ejemplo una compra, el elector con su decisión pocas veces asume los costes directos de la misma y tiene generalmente la sensación de que alguien más lo hará por él y que de equivocarse (si le pasa por la cabeza) pocas consecuencias padecerá. Con esta externalización de los costes el elector tiende a demandar, y el político a complacerlo con creces, posturas cada vez más irresponsables y poco realistas. Además, las barreras de entrada al juego político son tan grandes que desincentivan la participación de partidos emergentes que pudieran presentar alternativas más sensatas o menos populares. Así el economista está consciente del drama de que un hipotético puñado de electores que tal vez tenga el tiempo y una valiosa capacitación para analizar con buen criterio su preferencia en unas elecciones, al más razonar su voto, más querrá votar a un partido que, o no existe, o no tendrá ninguna oportunidad de llegar al gobierno. Sencillamente porque no goza de la simpatía de la inmensa mayoría más irreflexiva o porque no tiene los recursos para superar las barreras de entrada a la arena electoral.
(2)  Un político luego de las elecciones interpreta de las formas más diversas y creativas los resultados electorales. Dice saber de dónde vienen, qué quisieron decir los electores y para qué fue depositada la confianza de los votantes. La regla general es que el político piensa que está legitimado para hacer todo aquello que él mismo crea que tenían en mente quienes le votaron. Dudo que haya otro caso en donde un simple número pueda supuestamente decir tanto. No obstante, claro está, que cada intérprete tiene una versión distinta y, aunque todos lo saben, esto no le impide a ninguno pretender llevar su versión particular hasta las últimas consecuencias. Muchos políticos en esta borrachera llegan a confundirse y a intentar persuadir a otros de que quien sólo podría llegar a ser el líder del gobierno, termine convirtiéndose en líder de la nación entera. Un economista por otro lado sabe que si hubo 2.402.843 votos, entonces hubo 2.402.843 razones. Sabe también que cada ciudadano es soberano de sí mismo y su propio líder. Está claro además de que cada una de estas 2.402.843 decisiones fueron hechas en un instante particular, por razones cambiantes muy diversas, sobre opciones muy limitadas y excluyentes entre sí, con base en muy poca información y poco tiempo de reflexión, sin asumir la totalidad de los costes de las mismas y sin la posibilidad de expresar más allá de la selección de una de las opciones dadas, los matices de las preferencias de cada elector o su parecer individualizado sobre cada una de las propuestas del candidato u opción elegidos. El economista, como acertado científico social, está perfectamente claro de que fantasmagóricos entes colectivistas (clases, razas, naciones, partidarios de alguna opción, etc.) no son el punto de partida del análisis, ni mucho menos que sean actores indivisibles o uniformes, sino que el átomo de la ciencia social es el individuo. Por tanto el economista desconfía de cualquier intento de uniformizar un colectivo humano para el análisis científico, pero mucho más aún para su uso en la manipulación política.
(3) Un político cree que los ciudadanos son demasiado imprudentes como para controlar sus propias vidas, pero paradójicamente defiende que están perfectamente capacitados para elegir a aquellos que controlarán las vidas de todos. Muchos llegan al colmo de afirmar que es peligroso que ciertas materias estén en manos de la gente, porque el hombre es malo por naturaleza, por lo que es preferible que estén todas bajo el absoluto control de un gobierno (que además usa “legítimamente” la violencia) y que estará formado por un pequeñísimo grupo de homb… ehmmm… ¿…marcianos? Un político por lo general intentará controlar cada vez más. Aspira a que el ámbito de la intervención pública lo domine casi todo, mientras que el de la sociedad sea aquél residuo que no haya sido previamente prohibido por el gobierno. En contraste un economista sabe que el (verdadero) Derecho y buena parte de las instituciones sociales más importantes que regulan la vida en sociedad, anteceden al gobierno y no emanan de él. El objeto de estudio del economista son precisamente los procesos dinámicos y evolutivos de los que espontáneamente surgen normas e instituciones que nadie en particular inventó y que son a la vez producto y rectoras del extenso y complejo orden social. El economista está al tanto de la imposibilidad teórica de que estas normas puedan ser reemplazadas por otras redactadas por legisladores, debido a la incapacidad humana de manejar el cúmulo de información acumulada en la forma de conocimiento social de las instituciones sociales originarias. Por esto no puede saber mejor el político cómo manejar la vida de sus ciudadanos ni tampoco puede ofrecer un mejor orden que el que brindan las normas que surgen en una sociedad libre. Todo hombre, político, economista o un ciudadano cualquiera, es medianamente virtuoso y tiene conocimiento limitado y sólo puede utilizar su información limitada, propensa a errores, en la consecución de sus propios planes vitales que intentará llevar a cabo a punta de ensayo y error, pero nunca podrá organizar los planes de los demás. En esto consiste principalmente la libertad, en la elección propia de fines y medios y en la consecución de los planes individuales de cada uno sin contrariar al (verdadero) Derecho y demás instituciones rectoras del orden social. Si acaso es legítima la existencia de un gobierno, debería limitarse a preservar estas instituciones sociales y a poco más. El economista entiende que absolutamente cualquier acción de un gobierno parte, bien sea por la financiación de su actividad o por la imposición de sus políticas, del uso de la violencia, que además se reserva en monopolio y que interpreta como la única legítima. Y esto no es poca cosa porque tiene un mucho mayor potencial destructivo que de ofrecer beneficios, en vista de que los gobiernos están formados por los mismos “hombres malos” a los que desea mantener a raya en sus vicios.

(4) Un político dice escuchar y favorecer al "pueblo" y que él mismo es a la vez intérprete y administrador de las bondades del poder público para alcanzar el “bien común” y el “interés general”. Un economista por otro lado sabe que esto se traduce como: escuchar y favorecer a los colectivos más y mejor organizados en sus esfuerzos de lobby, con mayor influencia en los medios de comunicación, con mejores conexiones con el poder político y con mayor capacidad para movilizar recursos y votantes. El economista entiende que esto pervierte la democracia y la convierte en un mercado de favores políticos donde grandes grupos de intereses (sindicalistas, grandes corporaciones mercantilistas, banqueros, ONGs que utilizan a los Gs para conseguir sus intereses, productores fracasados pero influyentes, etc.) y la clase política, se benefician a costa del ciudadano de a pie. El economista reconoce que frases como “bien común” o “interés general” son en todo caso recursos retóricos cuando no expresiones demagogas que incluso pueden llevar consigo un germen totalitario. No hay fundamento científico para soportar la idea de que exista una “voz del pueblo” ni persona o método para determinarla o interpretarla. Entre los ciudadanos no existe nunca un consenso unánime sobre tema alguno, ni la regla de la mayoría es suficiente para legitimar la idea de que unos pocos que disientan de la opinión mayoritaria no tengan “voz” ni sean “pueblo”. El economista está claro de que el respeto a las minorías se extiende especialmente a la minoría más importante: el individuo. No es la política sino el verdadero Derecho (que descubre normas e instituciones sociales a partir de la tradición, no aquél que legisla caprichosamente desde un parlamento) y el mercado (en donde cada consumidor premia y castiga a cada productor según satisfaga sus demandas) las instituciones capaces de dirimir la infinita diversidad de pareceres y preferencias entre personas infinitamente diversas pero iguales ante la ley en un marco de verdaderas libertad e igualdad.
(5)   Un político administra el erario público recortando gastos o aumentando impuestos para que las cuentas cuadren (ingresos del gobierno = egresos del gobierno). Sin embargo esta práctica típica de un buen gerente es lamentablemente la excepción en política, ya que por lo general el gasto público tenderá siempre a ser progresivamente mayor que el ingreso, obligando a aumentar impuestos, emitir deuda o imprimir dinero para compensar la diferencia. En cambio a un economista le preocupan tanto los riesgos para las libertades como los efectos sobre el desempeño de la economía que tiene la financiación de un enorme y creciente gasto público. Parafraseando al gran Bastiat, es muy fácil ver los resultados inmediatos de una política, pero un buen economista debe también aprender a ver los resultados a largo plazo y además poder intuir lo que la sociedad dejó de hacer por la extracción de los recursos que se usaron para financiarla. Si la financiación es por deuda, el economista sabe que tocará a los contribuyentes (o a sus hijos) pagarla en el futuro a través de mayores impuestos. Si la financiación es directamente por impuestos, el economista entiende que la sociedad perderá la oportunidad de utilizar mejor esos recursos extraídos, por ejemplo para satisfacer necesidades más urgentes de forma directa y sin la intermediación de algún político; o para acumular dinero para invertirlo en bienes de capital, haciendo menos tedioso el trabajo, aumentando la productividad del trabajador (y por lo tanto su salario) y produciendo más bienes a un menor coste para el beneficio de todos. El economista sabe que siempre el dinero cumplirá una mejor función social en los bolsillos de los ciudadanos que en las arcas del gobierno. Pero si la financiación se produce a través de la impresión de dinero u otras políticas monetarias expansivas, el economista se alerta porque conoce que esto a la larga y para todos producirá un incremento generalizado de precios (conocido popularmente como inflación). Pero sabe también que al comienzo beneficiará enormemente a los primeros receptores del nuevo dinero, por lo general muy amigos (y con razón) de la clase política: banqueros, contratistas del gobierno y otros grupos clientelares. Porque estos reciben para gastar dinero nuevo que aún no ha incrementado de forma generalizada los precios. Por ser de los primeros en gastar, aún tiene tiempo de comprar a precio viejo. Es solamente el ciudadano de a pie, porque recibe al final, si acaso, el nuevo dinero producto de la expansión monetaria, quien ya no podrá comprar nada más al precio viejo antes de la inflación. No le extraña para nada al economista que los banqueros, por esta razón y además por ser los principales prestamistas de los gobiernos, tengan una relación tan estrecha y privilegiada con el poder político. Otro efecto aún peor de estas políticas se repasará en el punto siguiente.
(6)   Un político culpa a la avaricia, al libertinaje de los mercados y al capitalismo salvaje por las crisis económicas. Y las políticas preferidas para paliarlas suelen ser más regulación e impresión de más dinero, acompañado de un aumento del gasto público (más impuesto y más deuda) con el fin de “reimpulsar” la economía o incentivar el consumo. Contrariamente un economista sabe que las cíclicas crisis económicas no se deben a algo inherente al capitalismo, sino al más representativo y grave fósil de intervención socialista de la economía, a la fijación arbitraria y por decreto de uno de los precios más importantes para la coordinación social: coloquialmente el precio del dinero o la tasa de interés. Los bancos centrales aún manipulan de manera artificial la tasa de interés (mediante la política monetaria, por ejemplo imprimiendo dinero o reduciendo el encaje legal bancario) en vez de dejarla a la libre determinación del mercado. Esto impacta en la evaluación de proyectos económicos creando una descoordinación intertemporal entre quienes ahorran e invierten y quienes consumen hoy o ahorran para consumir luego. Esto da a lugar primero a una bonanza ficticia y luego a una importante caída de la economía al hacerse evidentes las distorsiones. Un economista sabe que de no manipularse por decreto este precio, estos ciclos no deben originarse. Pero además sabe que para salir de la crisis es más necesario que nunca flexibilizar los mercados, especialmente el laboral, y disminuir los impuestos para que la sociedad pueda afrontar mejor las pérdidas y las deudas y se puedan reorganizar rápidamente los recursos erróneamente invertidos por las señales erróneas emitidas por los bancos centrales. Más regulaciones y más impuestos sólo ralentizan la salida de la crisis y la hacen más dolorosa, mientras que la impresión de más dinero para “reactivar” la economía, alimentará a la próxima crisis por el proceso ya descrito. (b)

(7)  Un político suele tener metas cortoplacistas para obtener resultados inmediatos en detrimento de medidas a largo plazo, esto se debe a la necesidad de asegurarse primero la gobernabilidad y posteriormente la reelección. Y es que los políticos suelen administrar la cosa pública con un fuerte componente de maximización de su rendimiento electoral en las próximas votaciones. Un político sólo toma decisiones impopulares cuando no le queda otra alternativa. Un economista por otro lado nunca pierde de vista los efectos a largo plazo de las medidas, en especial las que requieren importantes reformas hoy con un alto costo político pero con un muy beneficioso efecto corrector a largo plazo. Pero al observar estas prácticas típicas de los gobernantes, parece percibir un ciclo político similar al ya descrito ciclo económico. Es decir, el perro que persigue su cola. Una sucesión interminable de gobiernos derrochadores y poco realistas (usualmente de izquierdas, aunque no siempre), seguido por un estrepitoso fracaso económico y por su reemplazo por un gobierno austeros y pseudo-reformista que intenta recuperar, sólo porque no les queda otra alternativa, algo de la disciplina de una gestión sana (usualmente de derechas, aunque no siempre). Acto seguido mientras algo de la economía se recupera tímidamente por las reformas, la oposición clama porque se aborten las dolorosas reformas de austeridad (“capitalistas salvajes”, “neo-liberales”, “mandatos dictatoriales del FMI”, “de Washington” o “de Bruselas”). Eventualmente la economía se recupera, el gobierno reformista por necesidad es sustituido por la indignada oposición y esta comienza de nuevo el ciclo con políticas expansivas de gasto, derrochadoras y poco realistas.
(8)   Un político, cada vez que pueda o necesite, eleva a estatus de “derecho” infinidad de cosas que sus potenciales votantes puedan considerar mayoritariamente como buena. Además esta práctica suele ir acompañada explícita o tácitamente de un mensaje como “lo público es gratis”. Un economista sabe que el gobierno no otorga nada que no le haya extraído antes a la sociedad. Que el hecho de que quien reciba el beneficio no asuma directamente su coste, sólo significa que alguien más sí tenga que hacerlo por él. También sabe que a la larga el supuesto beneficiado asumirá pérdidas indirectas mayores de lo que recibió por aquello que no se hizo con los recursos que le fueron extraídos a quien pagó directamente por el beneficio (e.g a un empresario exitoso se le aumenta un impuesto para costear un “derecho” al deporte, por lo que deja de disponer de recursos para invertir, generando empleo, aumentando productividad y salarios de sus trabajadores y continuar satisfaciendo a sus clientes). Un economista entiende perfectamente de donde viene el derecho a la vida y a la propiedad y por qué debe castigarse al asesino y al ladrón, pero no puede entender de dónde viene el “derecho” a la vivienda de Juan ni por qué María debe ser obligada a pagar por ello.
(9)   Un político lucha contra la corrupción creando comisiones, nuevos organismos y redactando gradualmente una mayor cantidad de leyes, cada una más detallada que la anterior. Contrariamente un economista sabe que a mayor cantidad de recursos administrados por el gobierno, mayor probabilidad existe de corrupción. De igual forma entiende el economista que las regulaciones gubernamentales sobre la esfera privada incrementa las alcabalas y por lo tanto las oportunidades de sortearlas mediante actos de corrupción. Tanto es así que en algunas sociedades altamente intervenidas por el gobierno, la corrupción se convierte a veces en la única manera de poder hacer algo, dejando de ser percibida como un acto inmoral y más como un impuesto informal. También sabe el economista que a mayor grado de especificidad y detalle de las regulaciones, más arbitrarias se vuelven y más poder discrecional otorgan al funcionario que en última instancia decide o no dejar pasar. No en vano la frase de que si todo negocio depende de decisiones políticas, las decisiones políticas se convierten en el mejor negocio.

(10)Un político suele hablar de libertad e igualdad, pero simultáneamente restringe las libertades de todos y discrimina, favoreciendo o perjudicando premeditada y selectivamente, a unos grupos frente a otros. Por ejemplo los impuestos progresivos tratan de forma muy distinta a los contribuyentes: quien más gana paga más impuestos. Pero esto no significa que quien gane 100 tribute 10 (10%) y quien gane 1.000 cotice 100 (10%), sino que a este último se le impone pagar 400. Es decir un 40% de sus ganancias, del fruto de su trabajo, previsión y talento que sólo a él pertenecen. Los productores y consumidores de ciertos tipos de productos (e.g. tabaco, alcohol, artículos de lujo, entretenimiento, combustible) son castigados con mayores impuestos, mientras que los productores y consumidores de otro tipo de artículos (e.g. cultura, alimentación, productos nacionales) son premiados con menores impuestos, subsidios o facilidades varias. Algo parecido sucede con los distintos sectores productivos, aquellos que caen dentro de las preferencias del político (por ejemplo agricultura o energías alternativas) son favorecidos a costa de otros sectores menos populares, con menor capacidad de lobby o que simplemente terminaron por fuera del plan del político (por ejemplo desarrollo de software o fabricación de juguetes). Mientras que un economista al hablar de igualdad sabe que su verdadero sentido es la igualdad ante la ley. Que no se puede igualar materialmente a personas que son por naturaleza infinitamente diversas, ni mucho menos pretender hacerlo sin violar sus libertades. El economista sabe que no le toca a un planificador escoger quien debe ganar o perder. Sino que toca que a través de los procesos competitivos del mercado, sean los consumidores quienes premien las buenas prácticas y productos y castiguen a los peores, para que empleen su esfuerzo y recursos de otras formas que sean más beneficiosas para todos. Sólo corresponde a los consumidores determinar qué debe ser consumido, producido y por quién. Si una política se diseña expresamente para determinar quién será beneficiado y quién perjudicado, entonces es una mala política. La igualdad verdadera es la igualdad ante la ley, es que el poder no pueda usar la coacción para discriminar a unos frente a otros. Es la oportunidad de que todos puedan ofrecer su talento y trabajo para satisfacer a los demás, de la mejor forma que puedan y en lo que estos demanden. De otra forma el concepto de igualdad es hueco y demagogo y aquella frase orwelliana termina cobrando un trágico realismo: todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros.

(a)       La Escuela Austríaca de Economía fue fundada por Carl Menger de quien hace poco más de una semana se cumplieron 95 años de su fallecimiento, pero tiene sus raíces en la Escuela de Salamanca de la escolástica tardía del siglo de oro español (s. XVI). Además de Menger otros autores importantes son Eugene von Böhm-Bawerk, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Israel Kirzner y contemporáneamente Jesús Huerta de Soto. Para mayor información sobre esta corriente de pensamiento económico se recomienda revisar de este último académico su libro “Escuela Austriaca - Mercado y creatividad empresarial” disponible para su descarga en inglés en:  http://www.jesushuertadesoto.com/the-austrian-school/. Otro artículo introductorio recomendado también de Huerta de Soto puede leerse en: http://www.revistasice.com/CachePDF/ICE_865_55-70__CF94DC59198AE5EF7A1F08A27F3D4322.pdf
(b)      Sobre la teoría austríaca del ciclo económico se recomienda ver la siguiente ponencia en español a cargo de Jesús Huerta de Soto: https://www.youtube.com/watch?v=X1fR3ZhFDkQ

Luis Luque

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