Es una costumbre bastante
extendida en el común de la gente tener una cierta aversión hacia las
ideologías políticas. Más allá de las legítimas -aunque en muchos casos
desinformadas- razones para este rechazo, parece existir además como una moda
incentivada interesadamente por algunos. Buena parte de esta antipatía se basa ciertamente
en terribles méritos de algunas ideologías en particular, en traumáticas
experiencias históricas marcadas por conflictos originados por una intensa
polaridad ideológica de la sociedad, o en la actitud de muchas personas que -a
pesar de la poca profundidad de sus
reflexiones- asumen su ideología como la verdad última hecha política que
además de todo debe ser impuesta a los demás. En este sentido es natural que se
haya generalizado una inmerecida actitud contraria a las ideologías como un
todo y a cualquier manifestación mínimamente ideológica en particular. El objetivo
de estas líneas es revindicar el valor político de las ideologías, aclarar sus
límites y matizar algunas opiniones comunes que se tienen de las mismas, así
como revelar a los principales beneficiados de este rechazo generalizado hacia
las ideologías. Este es el primero de una serie de artículos que dedicaré a
este tema.
Creo que vivimos desde
hace mucho tiempo un acelerado proceso de banalización de la política. Paradójicamente
esto coexiste con una marcada tendencia a elevar a infinitas alturas la
política como el remedio de todos los males de la sociedad. Y es que tanto líderes
políticos como electores suelen creer por un lado que cada minúsculo problema
debe ser atendido desde el gobierno, pero por el otro lado los mensajes de los
primeros son cada vez más superficiales y vacíos de contenido, a la vez que la
preocupación de los segundos por hacer un profundo análisis de las
problemáticas sociales o al menos de los programas electorales por los que
votan, es mínimo o en la gigantesca mayoría de los casos simplemente
inexistente. Así las cosas, unos supuestos representantes que nunca han
expuesto en detalle sus ideas, son legitimados para hacer y deshacer
ilimitadamente, a través de la democracia, por unos representados que no se
toman el tiempo de reflexionar sobre los temas públicos o de conocer a sus
representantes y mucho menos a sus ideas, que en la mayoría de los casos
permanecen ocultas tras un velo de superficialidad, emocionalidad y carisma. Así
los primeros terminan peligrosamente determinando el futuro de todos y los
segundos los ungen irresponsablemente de plena legitimidad para ello.
Parece que luego de la
caída del muro de Berlín -que en el imaginario popular marcó el final de la
última gran lucha ideológica- todo asunto público quedó resuelto en su esencia
y el único parámetro para juzgar hoy la profesión de gobernar pasó a ser tan
solo un tema técnico de gerencia pública. Hoy en día pocos partidos hacen
explícita su ideología. Incluso muchas veces más que con partidos lidiamos con
heterogéneas plataformas electorales con el único fin de llegar al poder para
mantenerlo haciendo algo, cualquier cosa, mientras tanto. En sus discursos ponen
el énfasis en la gerencia, en la eficacia, en la eficiencia, transparencia, o
en cualquier otro término que suene más técnico que político. No está de moda
hacer parecer que se tiene una ideología, los partidos lo saben, lo incentivan
y actúan en consecuencia. Esto por supuesto no implica en ningún caso que no
tengan una ideología, independientemente si es explícita o no, o que la misma sea
compartida por la totalidad de los militantes del partido o por sus
simpatizantes, ni mucho menos que no estén dispuestos a flexibilizarla hasta
cualquier punto para maximizar sus posibilidades electorales. Muchas veces esta
ambigüedad se mantiene deliberadamente para no agrietar la cohesión interna o
el apoyo de la base de militantes, en lo que pareciera ser una actitud de “ya
llegaremos al poder y veremos”. Otras veces no se publicita la ideología porque
no se distingue mucho de la del partido de al lado o porque atenta con lo que
se acepta como políticamente correcto. En el peor de los casos la ideología es
camuflada por pudor, porque si se hiciese explícita sólo un puñado de radicales
apoyaría esa opción política. Y radicales hay pocos, gente pensante tal vez un
poco menos, pero en cambio votos irreflexivos hay muchos.
Sin embargo la verdad es
que se está muy lejos de haber dado con la fórmula correcta para cada tema
político o social como para que el único problema que reste sea uno de buena
gerencia. Ni siquiera hay consenso ni mucho menos certeza de que aquello que se
postula o se apoya sea lo correcto. Más grave aún, esto ni se debate. Se vota
por personas no por ideas. Se vota por la expectativa estrecha de resultados a
corto plazo de propuestas hechas a la ligera con el objeto de seducir a grupos
particulares de votantes y no porque estas propuestas estén enmarcadas en una
sólida teoría de lo social que haya sido convenientemente examinada por
promotores y seguidores. Hay eso sí en la cultura popular una serie de ideas
más o menos ampliamente aceptadas, que no son necesariamente correctas, de lo
que debería ser el rol del gobierno y de cómo debe ejercerlo. Muchas de ellas
incluso son contradictorias entre sí. Pero poco importa a la mayoría de los
líderes políticos, quienes fomentando la banalización del tema, o incluso
conscientes de las contradicciones tanto de las propias ideas como de las
expectativas populares, aprovechan la gran elasticidad de sus propios
principios para cambiar en función de la rentabilidad electoral según sople el
viento. Tal vez podría resumirse esta situación en la frase: “Estos son mis
principios pero si no le gustan tengo otros”.
Todo el mundo tiene una
opinión sobre cada tema social. Es imposible que sea de otra forma. Todos
experimentamos en carne propia los fenómenos sociales pues somos parte de ellos.
Además la democracia nos ha dado la idea de que cualquier opinión es igual de válida,
desde la del mendigo que pide en la esquina hasta la del PHD que investiga en
una universidad. Pero no sólo válida, sino acumulable para obtener poder
político para llevarla a la práctica por medio de la fuerza. Se ha confundido
el sagrado principio de que el derecho a expresar cualquier opinión es
respetable, con que sea respetable cualquier opinión sin importar lo
disparatada o nociva que pueda ser. Y esto ha tenido como resultado que si cualquier
tontería es popular, debe ser tolerada, respetada o peor aún acatada con tal
que sus partidarios sumen en cantidad suficiente. Otro elemento que ha
contribuido a llegar a este punto ha sido el declive de la filosofía en su
versión posmoderna, que sólo acepta un absoluto y este es paradójicamente que
no existe ningún absoluto. Flaco favor ha hecho el progreso de las ciencias
físicas, las tecnologías y las ingenierías, que a muchos han hecho pensar erradamente
que los problemas sociales son de naturaleza mecánica y que se han de resolver
de forma similar a cómo un ingeniero ajusta una máquina. Poco han ayudado a
resolver este enredo las ciencias sociales las cuales -por importantes
diferencias de base en cuanto a métodos y supuestos de partida- lejos de
ofrecer certezas científicas en el ámbito de lo social que gocen de un amplio
consenso en la comunidad científica -como pasa por ejemplo en las ciencias
físicas- se dividen en múltiples corrientes y escuelas antagónicas tan diversas
como gustos poco informados hay. De esto incluso las personas más ilustradas
parecieran entender equivocadamente que no puede haber tal cosa como una
ciencia de lo social que claramente arroje luces sobre lo posible y lo
imposible, lo mejor y lo peor, lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto,
lo moral y lo inmoral. Sino más bien una especie de menú electoral para la
organización social, en donde el problema es tan trivial como escoger caprichosamente
lo que se prefiere de primer plato, segundo y postre y que al final el problema
se reduzca a capitanear con eficiencia un gran barco –condenado a no poder flotar
pues termina siendo una amorfa e incoherente monstruosidad. Y lo peor de todo,
ninguna de estas cosas fundamentales están hoy en día presentes en el debate
político.
Es en este contexto en el
que nos movemos en todos los temas sociales y políticos. Más allá de lo
indeseable de este enredo que en la versión democrática se concreta en una
grave superficialidad y en la distorsión de la política hacia un mercado de
intereses de grupos, es la realidad tal y como se nos presenta. Y es aquí donde
las ideologías juegan un importante papel para retomar en alguna medida la
profundidad del debate. Ayudando y obligando a líderes y electores a
fundamentar sus decisiones en un cuerpo de ideas que representen su visión de
lo social, a sostener las críticas hacia sus adversarios y a intentar refutar
las que reciben basándose en algo más que la conveniencia electoral o el
carisma del candidato y lo bonito de su mensaje.
En cierto modo, desde la
perspectiva del votante, las ideologías cumplen una función similar a las
marcas comerciales. Permiten una diferenciación clara entre las distintas
ofertas electorales al englobar una serie de atributos que se le imputan y que contribuyen
de esta manera a dar algún contenido, alguna profundidad, a la decisión del
elector con un aporte mucho más rico que el que puedan tener el color o eslogan
del partido o el carisma o la cara bonita del político. La etiqueta ideológica
sintetiza mucha información muy pertinente a la hora de reflexionar el voto.
Facilita al elector el interpretar y enmarcar una propuesta particular dentro
del contexto más o menos coherente del sistema de ideas que brinda una ideología. Y facilita
sobre todo llevar el debate al centro de la cuestión: a la validez de una
visión particular de la sociedad y a la legitimidad de los medios propuestos
para tender a ella. Es decir, permite hacer un puente entre la superficial y
muchas veces demagógica propuesta electoral, con un modelo de sociedad
ampliamente debatido desde dentro de la propia ideología y desde ideologías
adversarias, algo que enriquece ampliamente el debate de ideas.
Por otro lado las
ideologías representan un amarre, un marco disciplinador a la acción de los
políticos, quienes se verán incentivados a ser más fieles a su aceptado sistema
de ideas y menos a las encuestas y a los focus
groups. Toda propuesta para seducir al electorado deberá pasar primero por
el tamiz ideológico y tendrá que ser enmarcada en una consistente estructura de
ideas y de principios dictados por su ideología. De esta manera se proporciona
profundidad y coherencia a la plataforma electoral a la vez que se incentiva
que el debate político gire en torno a ideas fundamentales, más que a
preferencias arbitrarias, intereses coyunturales o a un engañoso debate de que
todo se trata de la eficiencia y no sobre muy distintas visiones del hombre y
de la sociedad que aún no han sido resueltas. Se puede ser tan eficiente o tan
gerente como se quiera en abolir la propiedad privada, llevar a cabo una
limpieza racial o haciendo que la ley discrimine a los ciudadanos para dar a
unos y quitar a otros. Se puede sostener que se quiere eliminar la pobreza,
garantizar la felicidad de la gente o salvar el planeta. Pero lo verdaderamente
importante es debatir no sólo la eficiencia de las políticas, sino su objeto,
sus medios y su legitimidad. Cuál es la sociedad que se quiere tener y por qué y
si estas políticas ayudan o no a conseguirlas. Estos debates no terminaron con
la caída del muro de Berlín, están hoy más vigentes que nunca.
El político, al verse
forzado a ser fiel a su ideología tendrá que responder por ella. Deberá
defenderla con ideas profundas en debates frente a partidarios de ideologías
adversas e incluso frente a ataques caricaturizados de su propia ideología que
se verá obligado a aclarar. Esto induce a profundizar en el contenido de los
debates, a llevarnos a analizar los objetivos de las políticas en función de la
visión de sociedad que tienen quienes las proponen y hacer lo mismo con los
medios que dicen que servirán para llevarla a cabo. Tampoco habría que
descartar que a muchos políticos no les guste el debate ideológico porque
intuyen que las ideas en las que se basan sus actuaciones no son sino una
colección arbitraria de sus propios complejos, caprichos, intereses y gustos.
No sorprende ahora por qué
la moda entre la clase política es minimizar el tema ideológico y competir por
agradar a los electores sólo de forma superficial y emotiva en vez de
comprometerse con un más complejo debate de ideas. Esto es especialmente cierto
en partidos radicales que desde un principio saben que no convendría
electoralmente hacer explícito el conjunto de ideas que los motivan. Contrario
a la creencia más extendida, investigar sobre las ideologías, adherirse a una,
intentar defenderla y refutar las demás, no es dejar de pensar, en ningún caso
lo sería para la gente inteligente, es por el contrario un importante y muy
provechoso ejercicio intelectual, algo tan poco usual pero tan necesario en la
política de hoy. Pero eso de que la gente piense sabemos a quiénes no interesa
en política.
Cualquier temor o
desconfianza que se pueda tener a que la gente asuma una ideología cualquiera
de forma superficial, que las defienda con una vehemencia irracional o que
existan efectivamente ideologías criminales o profundamente equivocadas,
siempre serán necesariamente menores a tener sencillamente seguidores de líderes
sin ideas firmes, coherentes o al menos visibles. El apego al líder o al
partido también puede tener origen en una aproximación superficial - el
seguimiento a un líder o la adhesión a un grupo es más susceptible de
originarse a partir de factores emocionales- su defensa hemos visto que puede
llegar a cualquier grado de pasión irracional y finalmente sabemos que de
líderes criminales y profundamente equivocados está llena la historia. Es más fácil
y valioso juzgar una idea que una persona. Es más provechoso cuestionar la
coherencia interna de un sistema de ideas que las promesas en el aire de un
político o su zigzagueante trayectoria pasada. Es mucho menos peligroso oponer
ideas a ideas que personas sin ideas a personas sin ideas.
En próximos artículos de
esta serie intentaré examinar qué es una ideología y cuáles son los más
populares prejuicios y ataques de esta moda anti-ideológica, realizar un breve
análisis del espectro ideológico y
tratar de averiguar cuál es la ideología de ese ser mítico, pragmático, siempre
de centro, libre de toda influencia intelectual y supuesto héroe ocupado sólo
de los problemas reales del día a día de la gente y nunca de oscuros debates
filosóficos que no sirven para nada.
Luis Luque
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